Cortemos (pero no del todo)

20. Secuestrada por el engagement y por el palo santo

ZOE

El pasillo entero del club vibra como una olla a presión a la que alguien le ha soldado la válvula de escape. Si el pánico tuviera un sonido, sería exactamente este: el rechinar de suelas de zapatos italianos carísimos contra el mármol pulido, el repiqueteo histérico de uñas sobre pantallas de iPhone y el murmullo sibilante de veinte crisis nerviosas ocurriendo simultáneamente.

Secretarios corren con carpetas abrazadas al pecho como si llevaran los códigos nucleares o el último sándwich de jamón del edificio. Directores —hombres que habitualmente caminan con la arrogancia de quien es dueño del oxígeno— ahora gritan por teléfono con las venas del cuello a punto de estallar. Los de seguridad, tipos que parecen heladeras con patas, miran alrededor con ojos desorbitados, como si esperaran que un comando de periodistas ninja saliera rodando de un tacho de basura o descendiera en rapel desde las lámparas de araña.

Y yo.
Bueno, yo estoy parada en el epicentro del terremoto.

Estoy respirando, lo cual ya es un logro, pero lo hago con la cadencia entrecortada de quien acaba de correr una maratón emocional descalza y sobre legos. Mis pulmones parecen haberse olvidado del tutorial básico de "inhalar-exhalar".

A mi derecha, Thiago. Thiago, que incluso en medio del apocalipsis corporativo huele a limpio, a madera cara y a decisiones correctas. Está firme, es una columna de mármol en medio de un castillo de naipes que se derrumba.

A mi espalda, mi madre. Mi madre agitando su palo santo con una violencia tal que parece estar dirigiendo una orquesta de espíritus invisibles o intentando espantar mosquitos en el Amazonas. El humo blanco y dulzón se mezcla con el olor a transpiración fría de los ejecutivos, creando una atmósfera olfativa que solo podría describir como "Misticismo de Oficina en Crisis".

—¡Fuera, malas vibras! —susurra mamá con los ojos cerrados, haciendo círculos peligrosamente cerca de la oreja de un directivo—. ¡Retrocedan, iones negativos!

Pero lo único que mi cerebro logra procesar, filtrando el caos, el humo y el miedo, es la frase que el asistente de prensa del club soltó hace diez segundos antes de desaparecer en un torbellino de apuro:
“El audio… cambió todo.”

Thiago se gira hacia mí. Por primera vez en lo que parece un día de setenta y dos horas, su rostro no refleja esa tensión por la mandíbula apretada que me hace querer darle un masaje o huir del país. Me mira y veo algo distinto.
No es lástima.
No es pánico.
No es la resignación del que sabe que va a perder un contrato millonario.

Es fe.
Fe en mí.
Y, por todos los cielos, esa mirada me descompone las rodillas más que cualquier insulto en Twitter o cualquier crisis espiritual de mi madre. Que el hombre más cotizado del país me mire como si yo fuera la única respuesta correcta en un examen de matemáticas imposible… bueno, hace que mi taquicardia cambie de ritmo. De "pánico mortal" a "pánico romántico".

—Vamos—dice. Su voz es grave, un ancla tirada al fondo de mi histeria. Me toma la mano con decisión.
Su palma es cálida, grande, áspera en los lugares correctos. La clase de mano que te hace pensar que, aunque el edificio se prenda fuego, él podría sacarte cargando sin arrugarse la camisa.

—¿A dónde? —pregunto, aunque mis pies ya se están moviendo. Iría con él a los nuevos juegos del hambre si me llevara de la mano así.
—A ver qué demonios pasó.

Avanzamos rompiendo la barrera de gente. Mi madre corre detrás nuestro, tosiendo un poco por su propio humo pero sin soltar la madera sagrada.
—¡Estoy sintiendo un realineamiento energético, Zoe! —grita, esquivando a una secretaria que llora en una esquina—. ¡Algo está entrando en tu destino! ¡Lo veo violeta! ¡Es una llama transmutadora!
—Sí, mamá —respondo sin girarme, mientras Thiago abre una puerta pesada con un empujón de hombro—. Probablemente esa llama violeta sea un trending topic que nos va a incinerar a todos.

Thiago suelta una risa.
Corta. Baja. Ronca.
Me giro un milímetro solo para verificarlo.
Sí. Se está riendo. En medio del Titanic hundiéndose, el tipo se ríe de las ocurrencias esotéricas de mi madre.
Y admito que eso provoca un pequeño destello dentro de mí. Un chispazo. Una brasa que no duele. Como si el universo me guiñara un ojo y me dijera: “Aguanta, nena. El show recién empieza”.



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En el texto hay: comedia romantica, amor-odio, romcom

Editado: 24.11.2025

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