Cortemos (pero no del todo)

22. Desbordando el chakra de la garganta

ZOE

El momento de conexión se rompe porque el mundo exterior decide invadirnos.
Los periodistas afuera explotan como maíz pisingallo en aceite hirviendo. A través de los monitores de seguridad vemos la entrada del club. Es un caos bíblico.
Hay gritos, corridas, flashes que parecen relámpagos estroboscópicos. Los fans empiezan a llegar, alertados por las redes sociales, con carteles improvisados. El caos se vuelve espectáculo.

El club entra en pánico absoluto y es que la cosa va mucho más allá de una relación tormentosa o una trieja que nunca fue sino que la veracidad misma de las autoridad está puesta en jaque con todo el mundo criticando solo una pizca de todas las atrocidades que deben de cometer (no solo el parentesco entre el fútbol y el espectáculo). La puerta de la sala de control se abre de golpe y entra un directivo sudando como un testigo falso.
—¡Contengan el daño!—grita, señalando a nadie en particular—. ¡Desmientan todo! ¡No, esperen, confirmen todo pero culpen al pasante!
—¡Llamen al asesor legal! —brama otro que entra detrás.
—¡Díganle a Camila que no hable! ¡Por el amor de Dios, quítenle el teléfono a esa mujer!
—¡Thiago! —El directivo ve a su estrella—. ¡Thiago, no digas nada más! ¡Ni una palabra a la prensa! Te vamos a sacar por la cocina.

Thiago los ignora con una fuerza tan brutal que es casi física. Ni siquiera gira la cabeza hacia ellos. Simplemente, me sigue mirando a mí.
Casi me enamoro de la indiferencia olímpica que les tiene. Es como ver a un león ignorando a una jauría de chihuahuas histéricos. Ojalá todo hubiera sido así cuando me dejó atrás luego de ese vuelo donde lo reclamaron y yo quedé perdida y atormentada en un aeropuerto internacional de gran nivel. Pero llegó la hora de reivindicarse y lo hizo. Madre mía, ¡lo hizo!

Se acerca más a mí, invade mi espacio personal de esa manera que hace que mi cerebro se cortocircuite, apoya una mano en mi cintura —firme, posesiva, cálida— y dice muy bajo, solo para que yo lo escuche:
—No van a usar tu nombre nunca más. Te lo prometo. Se acabó el juego, Zoe.

No sé si creerle.
El cinismo es mi mecanismo de defensa natural.
Pero lo miro a los ojos, esos ojos oscuros que parecen prometerme que él quemaría el estadio entero si eso me mantuviera a salvo, y decido que quiero hacerlo. Quiero creerle.

—Abrieron las puertas —dice el asistente de las gafas, pálido—. Improvisaron una conferencia de prensa en el hall central. Están esperando una declaración oficial del club.

El directivo sudoroso me mira.
—Zoe, tú te quedas aquí. No puedes salir. Eres... eres...
—Soy “la involucrada” —digo yo, completando su frase con veneno.
—La “víctima” —corrige él, pensando como todo un profesional de relaciones públicas.
—La “estrategia colateral” —murmura Thiago con asco.

Pero en los monitores, el audio del hall llega claro. Los periodistas no están preguntando por el presidente del club. No preguntan por el rendimiento del equipo. Empiezan a gritar, y es un coro ensordecedor:
—¡¡Queremos declaraciones de Zoe!!
—¡¡Zoe, ¿qué dices del audio?!!
—¡¡Zoe, tú nunca estuviste mintiendo!! ¡Queremos ver a Zoe!

Y por primera vez desde que existe esta pesadilla, desde que firmé ese contrato maldito…
No tengo miedo de la prensa.
No siento esas ganas de vomitar bilis.
Ellos quieren oírme.
A mí.
No a la "novia falsa de Thiago". No a la "rival de Camila".
A Zoe.
A la chica que siempre era un nombre al costado del titular ajeno, un accesorio en la foto de otro.

No es la primera vez en la Historia que una pareja relevante tiene gran notoriedad y sostiene negocios millonarios entre un hombre del deporte y una chica del mundo beauty, pero jamás creí ser el centro justamente de un caos más grande que el estadio Boomeraná.

Los directivos del club me miran con cara de terror absoluto. Sus expresiones gritan: “por favor no abras la boca o nos hundes las acciones en la bolsa, así que usaremos el poco dinero que quede para contratar a un sicario y que se encargue de ti”. Lo cual, siendo sincera, me incentiva aún más. Es un combustible delicioso.

Thiago me mira.
Y hace un gesto.
Un gesto pequeño con la cabeza hacia la puerta. No es un empujón. No me está obligando.
Tampoco es un permiso, porque él sabe que no necesito su permiso.
Es… validación.
Es: «Habla. Rómpeles el esquema. Es tu momento.»

Y lo hago.
Me aliso la falda imaginaria de mi dignidad.
—Voy a salir —anuncio.

—¡No deberías! —grita el directivo.
—Intente detenerme, a ver si se atreve—respondo, y paso por su lado con la frente en alto. Mi madre suelta un "¡Eso es! ¡Poder femenino activado!" y me sigue.

Camino hacia adelante. El pasillo parece más largo ahora, pero mis pasos resuenan fuertes.
La sala se ilumina con flashes apenas cruzo el umbral hacia el hall central. Es cegador. Es como mirar al sol.
Mi madre intenta seguirme al estrado, pero un guardia la detiene amablemente (Dios bendiga a ese hombre, porque si mamá empieza a hablar de chakras frente a CNN, me tiro de un puente).
Thiago me acompaña. No se pone delante de mí para protegerme, ni detrás para esconderse. Camina a mi lado, a dos pasos de distancia. Dándome el escenario, pero cubriéndome la espalda.

Subo al pequeño estrado improvisado. Hay micrófonos de todos los canales.
Tomo el central. Está frío.
Mis manos tiemblan. Solo un poco.
Respiro. El aire huele a ozono y perfumes caros.
…Y hablo.

—Gracias por venir —digo. Mi voz sale amplificada por los parlantes, retumbando en el hall de techos altos. Es la voz más firme que he tenido en toda mi vida. Me sorprendo a mí misma.

—No tengo mucho que decir, solo una cosa: yo no fui parte de ninguna estrategia. Y no voy a cargar con culpas que no son mías.



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En el texto hay: comedia romantica, amor-odio, romcom

Editado: 24.11.2025

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