ZOE
Salimos por una puerta lateral hacia el estacionamiento privado, evitando el grueso de la multitud. El aire de la calle, aunque contaminado por la ciudad, se siente como el aire más puro de los Alpes suizos, tras la confesión de mi ex novio y actual ex falso futuro novio (o algo así).
Mi madre nos espera junto a la van negra, sosteniendo una bolsa gigante de galletas de aspecto sospechoso, unas que ha arrastrado toda la jornada.
—¡Hija! —grita, abriendo los brazos—. ¡Fue hermoso! ¡Tu chakra garganta estuvo impecable! ¡Brillaba azul eléctrico! ¡Azul rey!
—Gracias, mamá —suspiro, dejándome abrazar. Huele a lavanda y a auténtica locura maternal.
—Traje galletas veganas de algarroba y semillas de lino para el estrés post-traumático —dice, ofreciéndonos la bolsa—. Son excelentes para asentar la energía estomacal.
Thiago mira las galletas, que parecen trozos de asfalto compactado, y hace un esfuerzo sobrehumano para deglutir el aroma.
Yo le doy un codazo discreto en las costillas.
—Cómete una o te denuncio —le susurro.
Él agarra una galleta con la valentía de un soldado yendo al frente.
Estamos caminando hacia la van, listos para escapar de este manicomio, cuando escuchamos pasos corriendo sobre el pavimento.
—¡Zoe! ¡Zoe, espera!
Me giro. Es el asistente de las gafas. El de la sala de control. Viene corriendo como si su vida dependiera de ello, sosteniendo una tablet.
Me detengo, con la mano en la puerta de la camioneta.
—¿Sí? —pregunto, a la defensiva. ¿Qué más quieren? ¿Un riñón? Porque es lo único que me queda, mi vida está acabada.
El chico se detiene, jadeando, apoyando las manos en las rodillas.
—Te... te llamaron... uf... de una agencia internacional —dice entre bocanadas de aire—. Acaban de comunicarse. Vieron la transmisión en vivo, tu perfil público y tus números creciendo.
—¿Qué agencia? —pregunta Thiago, frunciendo el ceño, protector.
—Una grande. De Londres —dice el asistente, recuperando la vertical—. Están interesados en ti, Zoe. Para una campaña propia. Completamente independiente del club. Sin Thiago. Sin Camila.
Parpadeo.
Miro a Thiago. Miro a mi madre (que está masticando una galleta con cara de satisfacción). Miro al asistente.
—¿Yo? —pregunto consternada, señalándome el pecho—. ¿Una agencia internacional? ¿Por… qué?
—Vieron tu discurso —explica el chico, sonriendo—. Dicen que necesitan una figura auténtica. Alguien que proyecte resiliencia, fuerza y credibilidad. Dicen que tu manejo de la crisis fue "magistral". Quieren contratarte a ti. Por ser tú.
El mundo se detiene por un segundo.
No soy la "novia de".
No soy la "víctima de".
Soy Zoe. Y alguien quiere contratar a Zoe.
Me llevo la mano al pecho. Siento un nudo en la garganta. Pero no es el nudo de angustia que he tenido atragantado durante semanas. Es un nudo lindo. Un nudo dulce. Uno que huele a posibilidad, a facturas pagadas, a mi papá recibiendo el mejor tratamiento sin que yo tenga que vender mi alma.
Thiago se acerca despacio. Ignora al asistente, ignora a mi madre.
—Te lo dije —susurra, y hay una nota de orgullo en su voz que me desarma por completo—. No estabas perdida, Zoe. Solo estabas esperando que los demás se pusieran las gafas correctas para verte bien.
Estoy por responder, estoy por decirle algo ingenioso o romántico o estúpido, cuando mi madre levanta los brazos al cielo y grita a pleno pulmón en medio del estacionamiento:
—¡¡TU DESTINO ESTÁ FLOREEEECIENDOOOOO!! ¡LO SABÍA! ¡GRACIAS UNIVERSO! ¡GRACIAS MERCURIO RETRÓGRADO!
Los tres nos giramos hacia ella.
Thiago suelta una carcajada fuerte, abierta, libre.
Y yo también.
Me río hasta que me duele la panza. Me río de manera genuina por primera vez en todo el día, quizás en todo el mes.
Al fin siento que algo en medio de tanta locura puede salir bien.
Tal vez, solo tal vez… no soy la tormenta que destruye todo.
Soy el comienzo del sol después de la lluvia.
Y, curiosamente, el sol huele a palo santo y a perfume caro del bombón empresario futbolista más atractivo del mundo.
Pero…un momento.
Londres.
Eso queda lejos. Muy lejos de aquí.