ZOE
Me despierto antes del amanecer, con el corazón agitado y la sensación de que hoy no es cualquier día. Hoy, por primera vez en mucho tiempo, voy a visitar al hombre que me enseñó a andar en bicicleta… y también el hombre que dejó de reconocerme durante años.
Mi papá.
Mi papá, que lleva meses en la clínica psiquiátrica, envuelto en su propio laberinto mental, mientras yo corro afuera con mi caos de paparazzis, campañas, escándalos y un ex-casi-novio-otra-vez-novio que ahora duerme a mi lado, respirando suave, como si fuera el guardián que nunca pedí pero que tal vez siempre necesité.
Thiago se mueve y me envuelve con un brazo, jalándome inconscientemente hacia él como si su cuerpo supiera más que su mente.
—¿Ya te vas? —murmura con voz ronca.
Esa voz, por favor. Es como despertarse con un beso invisible o con promesas que todavía no formuló.
—Tengo que ir a la clínica temprano —respondo.
Él abre un ojo. Solo uno.
—Voy contigo.
—No —digo rápido—. Quiero ir sola primero. Después, si él está bien… si él puede… si él tiene un buen día, te llamo.
Thiago asiente. No discute. No intenta rescatarme. No intenta poseer un espacio que no le corresponde.
Solo me mira, como si entendiera exactamente la gravedad de lo que estoy por hacer.
—Zoe… —dice, tomándome la mano—. Si duele, vuelves. Si no duele, vuelves. Si lloras, vuelves. Si te ríes, vuelves.
Sonrío débilmente.
—Siempre vuelvo.
Me besa la frente, un beso chiquito, sencillo, pero que me atraviesa como si fuera una flecha luminosa.
Salgo del departamento despacio, con un nudo en la garganta que amenaza convertirse en tsunami en cualquier momento.
El cielo está gris, casi blanco. La ciudad huele a pan recién hecho y humedad. El tráfico es tranquilo.
Demasiado tranquilo para mis nervios.
Voy en Cabify hasta la clínica que queda a las afueras de la ciudad, un edificio rectangular, sobrio, de paredes beige y ventanales grandes. Mi padre siempre decía que parecía un hospital de una película antigua, como si allí adentro los pacientes fueran fantasmas que suspiran en pasillos silenciosos.
Aparco. Respiro hondo. Camino hasta la entrada con las piernas temblando.
La recepcionista me sonríe; ya me conoce demasiado.
—Buenos días, Zoe —dice con amabilidad—. Hoy está… lúcido. Mucho mejor que ayer.
Casi lloro solo con esa oración.
—¿Puedo pasar?
—Por supuesto.
El pasillo huele a desinfectante y a sopa de hospital. Los colores son suaves, como si intentaran no asustar a nadie. Avanzo con pasos de pluma, como si al pisar fuerte fuera a quebrar la realidad.
Y entonces lo veo.
Mi papá está sentado en un sillón junto a la ventana. La luz de la mañana lo recorta de un modo casi cinematográfico. Se ve más delgado, más frágil, pero también más presente. Tiene una revista en las manos. O la sostiene, no sabría decir si realmente la lee.
—Hola, papá —susurro.
Él levanta la cabeza.
Mis piernas casi fallan.
Porque por un instante —solo un instante, pero suficiente para partirme al medio— me mira como si supiera exactamente quién soy.
—Zoe —dice.
Mi nombre.
Mi nombre en su voz. Mi nombre volviendo a su boca después de tanto tiempo.
Se me desarman los huesos. Me siento frente a él.
—Papá… ¿cómo estás hoy?
—Mejor —dice—. Más despierto. Más… claro.
—Me alegra —susurro.
Se queda mirándome.
Es extraño. Parece que quiere decir algo, pero las palabras están lejos. Como peces que no puede atrapar.
—Vi… vi en la tele… —murmura.
La palabra “tele” se le atasca un poco.
—¿Sí? —pregunto, con miedo de lo que venga.
—Vi… tu cara.
Me llevo la mano a la boca. Cierro los ojos. Trato de no romperme ahí mismo.
—¿Y… qué pensaste?
Él parpadea.
—Estabas… triste.
No puedo contenerlo. Las lágrimas caen sin permiso. Él levanta una mano temblorosa y la posa sobre la mía.
—No… llores —dice con esfuerzo.
—Papá, yo… yo estoy bien. Estoy trabajando. Estoy haciendo lo mejor que puedo. Solo… solo quería que lo supieras.
Él asiente, despacio, como si procesar ese sentimiento fuera un acto fatigoso pero necesario.
—Vi… al muchacho.
—¿A Thiago?
—Sí… ese.
Trago saliva.
—¿Qué pensaste de él?
Mi padre sonríe un poco. Muy poco, pero lo suficiente para que yo sienta que el universo se reordena.
—Te mira… como te miraba tu madre cuando eras bebé.
Tengo que agarrarme a los brazos del sillón para no caerme.
—Papá… —mi voz se rompe.
Él aprieta mi mano.
—Ya… no estás sola.
Ese es el momento en que me desarmo completamente. Lloro contra su hombro, con un llanto que no es triste, ni doloroso, ni desesperado.
Es un llanto que desata años.
Y él me abraza. Mi padre, que llevaba años detrás de una niebla mental, me abraza. Fuerte. Real.
Y sé que tal vez mañana no lo recuerde. Y sé que tal vez pasado tampoco.
Pero hoy sí. Hoy es mío. Hoy es nuestro.
—Gracias, papá —susurro contra su pecho—. Gracias por volver un ratito.
Él me acaricia la cabeza con torpeza.
—Quiero… que seas feliz.
—Lo intento.
—No. —Sacude la cabeza—. No intentes. Sé genuina.
Me río entre lágrimas.
—Okay. Seré yo misma.
Nos quedamos así un buen rato, hasta que él se queda dormido.
Le dejo un beso en la frente. Y me voy sin hacer ruido, con el alma llena y los ojos todavía húmedos.
Cuando salgo al estacionamiento, veo a Thiago apoyado contra mi auto, con una bolsa de medialunas y un café en cada mano.
Sonríe cuando me ve. Pero no pregunta nada. No invade. No exige.
Solo abre los brazos. Y yo entro en ellos.
Me sostengo ahí, en ese pecho cálido, en ese silencio seguro, en ese espacio donde no tengo que fingir ser una versión luminosa de mí misma.
—¿Cómo estás? —pregunta él, suave.
—Bien —respondo, sorprendiéndome de que sea verdad.
—¿Sí?
—Sí.