ZOE
La clínica hoy huele a jazmín. No sé quién dejó flores en la recepción —probablemente alguna visita optimista o un funcionario que quiso dar buena impresión—, pero el aroma hace que todo parezca menos frío, menos duro.
Voy de la mano de Thiago. Él está más nervioso que yo, lo cual es adorable y un poco gracioso.
—Relájate —susurro, apretando su mano.
—Estoy relajado.
—Tu mandíbula está apretada como un candado milenario.
—Es mi mandíbula natural cuando estoy relajado.
—Mentiroso.
Él sonríe, pero los ojos le brillan de ansiedad.
Es tonto, porque mi papá no muerde.
Bueno… no debería. Nunca se sabe. Todos tenemos días complicados.
Entramos a la habitación y vemos que mi papá está despierto. Mirando por la ventana, como si esperara que algo —o alguien— llegaría desde afuera. La luz le cae en la cara y por un instante parece más joven. O tal vez es que yo estoy más dispuesta a verlo así.
—Hola, papá —digo con suavidad.
Él gira la cabeza.
No se confunde. No me pregunta quién soy. No me mira como a una extraña.
Me mira a mí.
—Zoe —dice.
Sí, es mi nombre. Y lo dice con claridad.
Thiago suelta un suspiro que parece salirle desde el alma.
Mi papá baja la mirada hacia nuestras manos entrelazadas. Una sonrisa mínima —pero completamente lúcida— se le dibuja en la boca.
—Ese… es el muchacho, ¿no?
—Sí —respondo, sintiendo un nudo en la garganta—. Es él.
Mi papá asiente despacio, como si estuviera acomodando piezas de un rompecabezas que recién ahora encaja.
—Se ve… mejor que en la televisión —murmura.
Thiago se ríe, nervioso.
Yo también.
Mi papá vuelve a mirarme.
—Y tú… —dice con la voz temblando un poco, como si tuviera que sacar las palabras desde adentro de un pozo muy profundo— tú estás… bien.
No está preguntando. Lo afirma.
Yo asiento, con lágrimas que me empapan los ojos. Porque dar este paso ante Thiago es un gran logro que antes nunca llegamos a concretar y que ahora la vida nos presenta una nueva oportunidad para hacerlo realidad,
—Estoy bien, papá. De verdad.
Él se queda en silencio. Un silencio distinto, cálido. Como si nos envolviera a los tres.
Luego levanta una mano, despacio. Un gesto pequeño. Pero es un gesto consciente.
Yo la tomo. La aprieto.
—No te pierdas más, hija —dice—. No te pierdas nunca más.
Cierro los ojos. Thiago me pasa un brazo por la espalda, como un ancla suave, como si supiera exactamente cuándo sostenerme sin que tenga que pedírselo.
Mi papá aprieta mi mano una última vez.
—Está bien—susurra—. Estaremos todos bien. Ustedes están bien. Vayan. Vivan.
Y ahí, en esa habitación beige con la luz de mañana y olor a jazmín, siento que algo termina… pero lo que empieza es aún mejor.
Thiago me besa la sien. Mi papá sonríe. Yo respiro.
Y así cerramos la historia. No con un escándalo. No con flashes. No con contratos.
Sino con lo único que vale la pena:
Un “vayan, vivan”. Y la certeza compartida de que hemos cerrado el equipo más maravilloso de la vida. Estamos bien, ya es hora de abandonar este lugar.
Y eso hacemos.
Salimos de la clínica de la mano, con el mundo todavía girando, pero con nosotros girando juntos, por primera vez sincronizados.
Y esta vez, lo sé:
No hay más farsa. No hay más miedo.
Solo el comienzo de todo lo que merecíamos desde siempre.
Un final feliz.