Caía la tarde, y en el horizonte podía divisarse la formación de una tormenta. Éramos los últimos en salir de la escuela y los padres, estaban ansiosos esperando que salieran sus hijos. Autos estacionados en doble fila, personas que corrían rápidamente de un lado para otro.
Los docentes mirábamos con asombro el desorden que estaba ocurriendo en el tránsito, en la vereda y hasta en el patio de la escuela. Al irse los últimos niños, pudimos observar con asombro la tormenta que se aproximaba.
Nubes blancas sobre el horizonte, y negras encima de ella indicaban que el panorama era incierto. Algunos se iban en moto, otros caminando, y yo, debía esperar quince minutos el ómnibus que me trasladaría a mi casa. Al quedar sola en la escuela, noté que el silencio de la naturaleza era especial.
Crucé la calle y me acerqué a la parada dónde debía subir al ómnibus. No había garita para protegerme, pero allí era el lugar donde el chófer del ómnibus me vería. Fueron quince minutos interminables, pues entre relámpagos, truenos y viento transcurrieron muy lentamente.
Cuando vi acercarse el ómnibus, mi alegría fue inmensa. El chófer sonrió al verme, como diciéndome te salvaste de mojarte. Pero, al subir al ómnibus, el viento, granizo y lluvia no se hizo esperar. Era tanto lo que llovía, que el chófer detuvo la marcha porque no podía avanzar en la ruta porque no veía nada.
Los pasajeros que iban subiendo en el recorrido, subían todos mojados, diciendo que la tormenta era muy grande, tanto que algunas ramas de árboles habían caído al costado de la ruta. Esa hora de viaje parecieron varias horas, pues entre tanta tormenta el ómnibus avanzaba lentamente, cuidando de no tener ningún accidente en la ruta.
¡Al fin, llegué a mi casa!, a pesar de que tenía que correr algunas cuadras desde la parada, no me importó porque al menos estaría en mi casa. Con una ducha de agua calentita, ya estaría lista.