Capítulo 2 – Cosas que pensé antes de dormir
En las noches pensé en todo lo que no dije. En las veces que me tragué una respuesta para no incomodar, en los abrazos que no pedí por orgullo, en los mensajes que escribí y no mandé. Pensé en la gente que extraño y que ya no sabe nada de mí.
En cómo algunas personas se alejan como si uno no hubiera significado nada.
Y en cómo otras se quedan, pero ya no se sienten cerca. Me acordé de las veces que me reí para no llorar, inclusive de los momentos en los que fingí estar bien solo para no preocupar a nadie, de las veces que yo misma me creí esa actuación. Pensé en lo que quiero y todavía no tengo. En lo que tuve y ya perdí, en todo lo que me falta, y en todo lo que ya no quiero volver a cargar. Esta noche mientras escribo este libro, también pensé en lo fuerte que fui sin darme cuenta, en todo lo que superé en silencio, los momentos en los que me levanté sola y en lo poco que me felicité por eso. Antes de dormir, me abracé en la mente.
Porque por más vueltas que de todo, por más gente que venga o se vaya, yo sigo acá.
Y al final del día, eso tiene que valer algo.
¿Y si no vuelvo a sentir eso?
De vez en cuando me invade un miedo que no sé cómo decir en voz alta. Un miedo que no tiene forma, pero pesa. Que aparece en las noches calmas, en medio de una canción, o justo después de un recuerdo feliz. Un miedo que no grita, pero se instala suave y profundo. Esa emoción tan intensa que alguna vez me atravesó, ese amor que me hizo vibrar, ese momento que parecía detenido en el tiempo, esa versión de mí que se sentía completamente viva, sin reservas, sin dudas. No se trata solo de extrañar a alguien. Se trata de extrañar una forma de sentir.
Una manera en que mi cuerpo, mi mente y mi corazón estaban sincronizados.
Como si, por un instante, todo tuviera sentido. Como si el universo se ordenara justo ahí, en esa mirada, en ese abrazo, en esa tarde donde me sentí en casa, incluso lejos de todo. Y ahora que pasó, que ya no está, me da miedo no volver a llegar a ese lugar emocional. Miedo de que esa chispa no se repita, miedo de que lo que venga después me parezca siempre menos, miedo de no volver a vibrar así, de verdad.
Porque una parte de mí quedó ahí, congelada en ese instante.
Entonces la melancolía invade cada rincón de mi cabeza, regresando a ese lugar en donde sigo volviendo una y otra vez, como quien visita una casa abandonada solo para sentir que aún queda algo de calor en las paredes. La gente dice que el amor vuelve, que las emociones regresan, que el corazón se rehace. Yo también lo creo. Pero no puedo evitar preguntarme… ¿Y si no? ¿Y si ese momento fue irrepetible? ¿Y si esa versión de mí, la que sintió todo tan fuerte, no vuelve nunca más? Ahí, en medio de esa duda, intento calmarme, porque tal vez el error esté en querer volver a sentir exactamente lo mismo.
Como si todo lo valioso tuviera que ser replicable. Como si solo valiera lo que ya conozco. Tal vez no vuelva a sentir eso, pero eso no significa que no vaya a sentir algo igual de intenso, igual de real, aunque distinto.
El alma no repite. Evoluciona. La próxima emoción no será una copia. Será nueva, será otra, será mía.
Y quizás no llegue como espero. Quizás no sea tan ruidosa, tan desbordante.
Pero tal vez sea más sabia, más tranquila, más libre. Sentir no es un premio. No es una excepción, es parte de estar viva.
Y mientras respire, sé que todavía hay cosas por sentir que no conozco.
Emociones que aún no tienen nombre, personas que aún no llegaron, instantes que, sin saberlo, un día me van a hacer pensar: "ah, esto… esto también se siente increíble".
Y ahí, quizás, ya no tenga tanto miedo.
No sé quién soy cuando no tengo que demostrar nada
Viví tanto tiempo intentando ser alguien, que cuando por fin tengo un momento de silencio… me asusto, no sé quién soy cuando no tengo que demostrar nada. Cuando no hay nadie mirando, evaluando, exigiendo, cuando no tengo que rendir, ni impresionar, ni cumplir. Cuando no tengo que explicar, ni defender lo que siento, ni sostener una imagen de fortaleza.
¿Qué queda de mí cuando me bajo de todos esos escenarios? Estoy tan acostumbrada a esforzarme por ser suficiente, por ser querida, por ser capaz, que me cuesta saber si eso que ven es lo que realmente soy… o lo que aprendí a mostrar.
Y cuando no hay nadie delante, cuando no tengo que justificar mi lugar en el mundo, me siento extraña. Como si me sacara un disfraz que usé por años y no recordara cómo se sentía mi piel. Aprendí a ser buena alumna, aprendí a ser la hija correcta, la amiga atenta, la que escucha más de lo que habla. La que rinde, la que aguanta, la que siempre puede un poco más. La que se acostumbra a ser fuerte aunque por dentro esté temblando. Y ahora que no tengo que hacer nada de eso, me encuentro con un vacío raro, uno que no es triste, pero sí desconcertante.
Pareciera que no sé dónde poner los pies sin las expectativas ajenas sosteniéndome.
Me pregunto si alguna vez fui yo, o solo fui el reflejo de lo que los demás necesitaban que fuera.
Si alguna vez me elegí sin pensar en cómo iba a verse desde afuera, si alguna vez me permití simplemente ser, sin tratar de encajar, de convencer, de sobresalir. Es duro admitirlo, pero me volví adicta a la aprobación. A esa sensación de ser vista, reconocida, validada. Y ahora que no la tengo… no sé si existo igual. Pero quizás, solo quizás, este sea el verdadero inicio.
Probablemente este desconcierto no sea una pérdida, sino una oportunidad. De conocerme, de escucharme sin filtros, de saber qué quiero cuando no hay nadie a quien complacer, de descubrir quién soy cuando no tengo que rendir cuentas a nadie más que a mí. Quiero aprender a habitarme sin exigencias. A estar conmigo sin sentir que debo producir algo para merecer estar en paz, a no tener que ser interesante para ser valiosa, a no tener que hacer para valer.