Capítulo 7 – ¿Una sociedad podrida?
Hay un olor agrio que flota en el aire, aunque intenten taparlo con promesas, con motivación vacía, con frases como “de vos depende tu futuro”. Pero ¿qué pasa cuando naces en un sistema que ya viene roto?¿Qué pasa cuando te piden que elijas tu camino sin haber tenido siquiera tiempo para conocerte? Este capítulo no es una queja sin causa. Es una mirada cruda hacia lo que se nos impone desde jóvenes. Hacia las estructuras que nos hacen correr, elegir, rendir y "ser productivos"… aunque eso nos cueste el alma. No es que esté mal estudiar, ni trabajar, ni construir una vida.
Lo que está mal es exigir decisiones definitivas a personas que todavía están aprendiendo a sentir.
Lo que está podrido es el mundo que les dice que si no cumplen con cierto estándar, están perdiendo el tiempo. Este capítulo es un espejo. Uno incómodo. Y también es una carta de empatía para quienes no encajan, no saben, no quieren seguir forzando lo que les enseñaron a soportar.
¿Cómo se elige un futuro a los 17?
A los 17 años se espera que sepas qué querés hacer el resto de tu vida. Que firmes casi con sangre el contrato de tu existencia adulta. Tenés que decidir una carrera, una profesión, un rumbo… cuando probablemente todavía no sabés bien quién sos, qué te gusta, ni qué querés para vos. Muchos estudian por miedo, no por pasión.
Otros eligen lo que les asegure “salida laboral” aunque eso signifique pasar los próximos 40 años odiando los lunes.
Y están los que sí eligen con convicción… pero años después descubren que cambiaron, y el sistema los hace sentir culpables por no ser constantes, por “haber perdido tiempo”. ¿Perder tiempo por cambiar de camino? ¿Perder tiempo por descubrirse? Lo que no se dice es que no elegir también es válido. Que buscarse lleva tiempo. Que nadie debería sentirse presionado a “encajar” en una carrera cuando todavía está intentando encajar en su propia vida.
El problema no es elegir. El problema es que el sistema te obliga a hacerlo rápido, para siempre y sin margen de error.
Y eso no forma adultos libres, forma personas que trabajan por costumbre y viven con el alma dormida.
A los 17 años todavía hay personas que no saben preparar un arroz sin que se les pase o se les queme. Y se espera que decidan a qué quieren dedicarse toda su vida. Es curioso cómo nos enseñan a resolver ecuaciones, a rendir exámenes, a acatar órdenes…pero nunca nos enseñan a escucharnos, a entender qué nos mueve, qué nos apasiona, qué nos hace bien.
Se le da más importancia a llenar pruebas que a vaciar el alma cuando está agotada. El sistema educativo, social y familiar nos empuja. A veces con amor, muchas veces con miedo. Frases como:
— “Tenés que estudiar algo con salida”
— “Eso que te gusta no te va a dar de comer”
— “No podés vivir de eso”
— “¿Y si después te arrepentís?”
— “Ya sos grande, tenés que decidir”
Se clavan en el pecho como si fueran verdades universales. Y por eso, muchos adolescentes caminan hacia un camino que no eligieron, sino que les impusieron.
Y lo más triste: lo hacen en silencio, convencidos de que el error está en ellos si no se sienten felices. ¿Pero cómo se espera que alguien se sienta feliz si su vocación fue ahogada antes de nacer? Lo que no se dice es que elegir mal no es un fracaso, es parte del proceso.
Que cambiar de carrera no es sinónimo de rendirse, que tomarse un año sabático no es perder tiempo, es ganarlo para pensar, que tener dudas es un acto de honestidad, no de debilidad. A veces, la universidad se convierte en una jaula disfrazada de oportunidad. Y no porque estudiar sea un castigo, sino porque el sistema convirtió la educación en una competencia, una carrera contra el tiempo y contra uno mismo. Hay jóvenes con talento artístico que se apagan en contadurías, hay personas con alma social que terminan detrás de escritorios fríos.
Hay mentes curiosas que se resignan a lo seguro porque alguien les dijo que soñar era irresponsable. Todo esto no solo afecta al individuo: afecta a la sociedad entera.
Porque un país lleno de personas frustradas, que trabajan en lo que odian, que viven esperando los fines de semana, es un país sin chispa, sin creatividad, sin vida.
Es una sociedad que repite moldes, pero no se reinventa. Por eso, esta no es una crítica al estudio. Es una crítica a cómo nos obligan a estudiarnos la vida desde el miedo. Quizás la verdadera pregunta no sea: “¿Qué querés ser de grande?”
Sino: “¿Qué te hace sentir viva/o ahora?” Y ojalá empecemos a construir un mundo en el que esa respuesta sea escuchada sin burlas, sin juicio, y sobre todo… sin apuro.
La romantización del cansancio
En algún momento, alguien nos convenció de que estar agotados era admirable.
Que dormir poco era sinónimo de esfuerzo, que vivir estresados era sinónimo de éxito.
Que tener siempre algo que hacer nos volvía valiosos. Y así, lentamente, aprendimos a romantizar el cansancio.
A subir estados diciendo “no dormí nada pero valió la pena”. A aplaudir a quienes viven a mil, a quienes no paran nunca, a quienes se desbordan para cumplir.
A tomarnos cinco cafés al día como si eso fuera un logro, en vez de un grito de auxilio. Nos enseñaron a ignorar las señales del cuerpo, el nudo en el pecho, la presión en la cabeza, el temblor en las manos, la voz que se apaga.
A seguir, seguir y seguir…porque si parás, “te quedás atrás”. Lo llamativo es que esta exigencia no solo viene desde afuera. Con el tiempo, aprendemos a repetirla hacia adentro.
Nos exigimos más de lo que exigiríamos a alguien que amamos. Nos culpamos por descansar. Nos tratamos con desprecio por no ser “lo suficientemente productivos”. Hay jóvenes de 20 años que ya viven como si tuvieran 60, con la espalda contracturada, los ojos apagados, la mente hecha pedazos. Con una agenda llena y un corazón vacío.