Cosas que pensé antes de sanar

Capítulo 8 – El final también es un comienzo

Capítulo 8 – El final también es un comienzo

Nunca supe bien cómo se terminaban las cosas, siempre me costaron las despedidas, incluso las que no se pronuncian.
Por eso, escribir este capítulo se siente como dejar algo mío en una orilla… con la esperanza de que la marea lo devuelva, de alguna forma, transformado. Este no es un final con fuegos artificiales, ni con certezas. No es un final de cuento donde todo encaja perfecto, donde los conflictos se resuelven y los personajes se abrazan mirando el horizonte.
Es un final real, humano, inquieto. Con grietas que todavía duelen y preguntas que siguen sin respuesta. Pero también es un comienzo. El comienzo de una versión mía que ya no necesita tener todo claro para seguir adelante.
El comienzo de una etapa donde acepto que vivir es más preguntarse que responderse.
El comienzo de un camino más amable, donde ya no me obligo a entenderlo todo, ni a cargar con lo que no me corresponde. Este capítulo no busca cerrar, sino abrir. Porque si hay algo que entendí a lo largo de estas páginas, es que no todo final se vive como pérdida. A veces, lo que termina nos libera.
A veces, lo que se va deja lugar a lo que verdaderamente tiene que llegar.

Y si este libro termina acá, es solo porque necesitaba cerrar este capítulo de mí.
Pero vos, yo, todos… seguimos escribiendo.
Con cada emoción, con cada vínculo, con cada caída, con cada intento de volver a empezar.

Gracias por haber caminado conmigo hasta acá.
Gracias por haber sentido conmigo.

Ahora sí, podemos continuar.
Porque hay algo dentro nuestro que —incluso cuando todo parece terminar— todavía quiere seguir.

Preguntas que no necesitan respuesta (al menos no ahora)

A veces pienso que crecer es coleccionar preguntas. Algunas llegan despacio, otras se clavan de golpe.
Hay preguntas que nos visitan solo una vez, como esas personas que cruzan por nuestra vida sin dejar rastro. Y hay otras que se quedan a vivir con nosotros, que se sientan en la punta de la cama.
— ¿Y si elegí mal?
— ¿Siempre me va a doler?
— ¿Estoy sanando o solo me estoy acostumbrando?
— ¿Quién soy? –– ¿Y si fui yo quien se equivocó?

Durante mucho tiempo pensé que tenía que contestarlas todas, pensando en que no saber era sinónimo de estar perdida. Como si la vida fuera un examen en el que todo debía tener sentido.

Hoy, en cambio, empiezo a abrazar la posibilidad de que algunas preguntas no están para resolverse, sino para acompañarnos. Quizás su función no sea dar respuestas, sino abrir caminos.
Empujarnos a mirar distinto. A dudar con ternura. A vivir con la incertidumbre como compañera, no como enemiga. Porque no todo lo que sentimos tiene explicación.
Y no todo lo que somos necesita definirse. Hay preguntas que duelen.
Pero hay otras que —aunque no lo parezca— nos están salvando.
Porque mientras sigamos preguntándonos, es señal de que estamos vivos.
Y de que algo en nosotras sigue buscando sentido.

La belleza de seguir aprendiendo

Hubo un tiempo en el que pensaba que aprender era acumular, sumar títulos, conceptos, certezas. Tener la respuesta justa, la actitud correcta, la palabra precisa. Pero después, la vida me mostró otra forma de aprendizaje. Una más lenta, más silenciosa.
Una que no se mide en diplomas, sino en cicatrices. Aprendí cuando me rompí por primera vez, cuando entendí que no siempre iba a recibir lo que daba. Que las personas no llegan para quedarse, y que está bien llorar cuando se van.

Aprendí que hay días en los que no voy a querer levantarme, y que eso no me hace débil.
Que la paciencia también es una forma de amor. Y que perdonar no siempre es olvidar, a veces es simplemente seguir adelante sin cargar con todo el dolor. Aprendí escuchando a otros, viendo películas que me hicieron pensar, leyendo frases que me cambiaron por dentro. Aprendí equivocándome, dejando de hacer las cosas para agradar. Y animándome a sentir sin pedir disculpas. El aprendizaje verdadero no tiene fin, no hay punto de llegada. Es un movimiento constante.
Una especie de danza interna entre lo que fui, lo que soy y lo que estoy descubriendo que puedo ser.

Y en esa danza, también aprendí algo hermoso: que vivir es una forma de estudiar el alma.

No todo tiene que sanar para que podamos vivir

Hay una idea muy instalada de que primero tenemos que sanar para poder seguir.
Que eventualmente hay que cerrar cada herida antes de empezar algo nuevo. Que no se puede amar si todavía duele. Que no se puede crear si uno está roto. Y aunque entiendo de dónde viene esa idea, a qué apunta y porque se es considerada, también aprendí a ponerla en duda. Porque la verdad es que hay cosas que no sanan del todo. Heridas que ya no sangran, pero que siguen doliendo si las tocás.

Hay voces que, por más que las aceptes, siguen dejando un huequito adentro.
Hay momentos del pasado que no se superan, pero con el tiempo, dejan de paralizarte. Y me parece perfecto. No todo tiene que curarse para que puedas vivir, podés seguir caminando con el corazón un poco roto. Podés volver a reír aunque no hayas olvidado, podés construir algo bello sobre los restos de algo que dolió. La vida no espera a que estemos perfectos para abrazarnos. Las personas que nos aman no exigen que lleguemos enteros y en caso de ser así entonces vale la pena replantearnos el poco amor sano que esa persona nos tiene.
Vos mismo no deberías exigirte eso. Porque tal vez sanar no siempre sea cerrar.
A lo mejor, sanar también sea hacer las paces con lo que sigue abierto.
Y elegir —cada día— no dejar que eso nos detenga.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.