La ingravidez era ahora una prisión de silencio. Lena flotaba inmóvil, la mejilla pegada al frío de la cúpula, observando el giro lento y majestuoso del planeta esmeralda. No era la Tierra. Esa certeza se había grabado a fuego en su mente. Los continentes, fractales orgánicos de un verde oscuro casi negro, estaban surcados por venas de un material brillante que parecía latir con una luz tenue.
—El aire... es respirable —la voz de Kael sonó áspera, rompiendo el hechizo. Había encontrado una consola táctil que se había iluminado a su contacto, mostrando ideogramas que se reconfiguraban en un lenguaje que, milagrosamente, empezaban a comprender. Era como si la estación se vertiera en sus mentes—. La presión, la composición... es perfecta. Demasiado perfecta.
—Como un jardín preparado —susurró Lena, una inquietud arraigando en su asombro.
De repente, una vibración profunda, más un sentimiento que un sonido, recorrió la estructura de la estación. No era una alarma. Era un latido. Un pulso lento y rítmico que emanaba del planeta y hacía resonar el metal bajo sus pies.
En la consola, los ideogramas parpadearon y formaron una nueva secuencia, acompañada de una proyección holográfica del planeta. Un punto brillante titilaba en uno de los "continentes".
—No es una bienvenida —dijo Kael, sus ojos fijos en el punto de luz—. Es una coordenada.
La puerta de la cámara, que hasta ahora había sido una pared lisa, se deslizó abierta con un susurro de aire comprimido. Reveló un corredor largo e iluminado por la misma luz azulada del portal, que se perdía en la penumbra. Al final, se vislumbraba una escena imposible: la silueta de árboles contra un cielo violáceo, el canto de criaturas desconocidas filtrándose desde el mundo exterior.
Lena miró a Kael, y en sus ojos ya no había la serenidad del umbral, sino el fuego de la resolución.
—No vinimos hasta aquí para quedarnos flotando —dijo, desabrochando los seguros de su arnés de ingravidez—. Vinimos a caminar.
Kael asintió, apretando el puño. El pragmático estaba siendo arrastrado por la marea de lo real, y en su rostro se libraba una batalla entre el miedo y una emoción que había olvidado: la expectación.
—Entonces caminemos —respondió, tomando la primera paso hacia el corredor—. A ver qué nos espera en el jardín.