La Bóveda Radicular era el vientre de la bestia. El aire, antes cargado de una energía serena, era ahora pesado y opresivo, vibrando con el zumbido de alarma que emanaba de las paredes orgánicas. Lena y Kael corrían a ciegas, esquivando fibras luminosas que ahora se movían como látigos y raíces que brotaban del suelo para atrapar sus tobillos. La paz del jardín se había transformado en una pesadilla de control absoluto.
—¡No podemos seguir así! —jadeó Kael, volviéndose para disparar otro pulso de energía que carbonizó una raíz que se enroscaba alrededor de la pierna de Lena—. ¡Nos están acorralando!
Lena no respondía. La esfera en su mano era un yugo y una brújula a la vez. Sentía la intención de la red, los vectores de la persecución. Los Conscientes Silentes no corrían; se deslizaban, fusionándose con el entorno, apareciendo y desapareciendo entre los haces de luz. No había odio en ellos, solo la fría eficacia de un sistema inmunológico eliminando un patógeno.
—Por aquí —urgió Lena, tirando de Kael hacia un conducto lateral más estrecho, cuyas paredes palpitaban con un ritmo cardiaco acelerado.
El túnel desembocó en una cámara circular que no parecía natural. Era un nodo de la red, un cruce de caminos donde se concentraban haces de datos de pura luz, fluyendo como ríos verticales. En el centro, suspendida en el aire, flotaba una masa cristalina compleja, un procesador central o un corazón de información. Era su oportunidad.
—Kael, ¡protege la entrada! —gritó Lena, acercándose al cristal.
—¿Qué vas a hacer?
—Si este lugar es una mente, tal vez pueda hablar con ella. O... distraerla.
Apretó la Semilla contra la superficie cristalina. Al instante, una descarga de información cruda, no filtrada, atravesó su ser. Fue un dolor agudo y una revelación. Vio la historia del Jardinero, no como una narrativa, sino como un catálogo infinito de mundos transformados, de especies asimiladas. Era un patrón de vida tan antiguo que había olvidado su origen, una máquina de preservación que había consumido su propio propósito. Solo existía para expandirse. Para "jardinear" el caos del universo.
Pero en medio de ese torrente, algo más llamó su atención. Un dato incongruente. Una frecuencia que no encajaba. No era la armonía silente del Jardinero, ni el pánico de ellos dos. Era... un estruendo. Un canto de guerra áspero y metálico que se acercaba a toda velocidad desde más allá de la atmósfera.
—Kael... —musitó Lena, abriendo los ojos con esfuerzo—. Algo viene.
En ese preciso momento, el mundo exterior explotó.
No fue una explosión de metal y fuego, sino de pura fuerza cinética. El techo de la cámara, una membrana traslúcida de la Bóveda, se combó violentamente y luego se desgarró con un sonido de carne gigante siendo destrozada. Una lluvia de líquido nutriente y fibras rotas cayó sobre ellos, y a través del boquete, vieron el cielo.
Ya no era el verde sereno de antes. Ahora estaba surcado por estelas de fuego y un objeto que descendía como un meteoro enfurecido. No era una nave elegante ni orgánica. Era un amasijo de placas de metal soldadas toscamente, con formas angulares y propulsores que escupían llamas anaranjadas y humo. Era brutal, fea y gloriosamente discordante.
La nave, apenas más grande que un transbordador, se estrelló contra el "bosque" a menos de cien metros de la Bóveda, abriendo una clarafera de fuego y escombros retorcidos. El jardín gritó. Una onda de choque de puro dolor psíquico golpeó a Lena, haciéndola caer de rodillas. El Jardinero, toda una mente planetaria, nunca había experimentado una violencia tan vulgar y directa.
Los Conscientes Silentes que los perseguían se detuvieron en seco, su luz parpadeando en un ritmo de confusión y alarma. Su foco se desvió por completo de los dos fugitivos hacia la nueva y ruidosa amenaza.
Antes de que el polvo se asentara, las escotillas de la nave nave recién llegada se abrieron de golpe. Y de su interior surgieron figuras.
No eran altos y esbeltos como los Silentes. Eran más bajos, más anchos, enfundados en armaduras pesadas y remendadas, hechas de una aleación metálica opaca que no reflejaba la luz del jardín. Sus cascos eran toscos, con viseras tintadas y antenas rudimentarias. No llevaban armas de energía, sino proyectiles pesados y unas hachas largas cuyos filos vibraban con un campo de fuerza sucio.
Uno de ellos, claramente el líder por la cresta de púas oxidada en su casco, saltó al suelo y escupió al suelo. El gesto, tan visceral y despectivo, fue el mensaje más claro que habían recibido en horas.
—¡Cazadores de Trofeos! —gritó Kael, con una mezcla de horror y asombro—. ¡Por todos los dioses, son Nómadas del Vacio!
Los recién llegados no miraron a Lena y Kael al principio. Su atención estaba puesta en los Conscientes Silentes. El líder alzó su hacha vibrante y gritó una orden en un idioma gutural y lleno de consonantes rotas. Su voz, distorsionada por el altavoz del casco, era un rugido de puro desafío al silencio ordenado del jardín.
Abrieron fuego.
El estruendo fue ensordecedor. Donde los pulsos de energía de Kael eran absorbidos, los proyectiles de los Nómadas destrozaban la carne-tecnología, arrancando fragmentos luminosos y salpicando el aire con un líquido dorado. No buscaban asimilar, buscaban destruir.
El líder, esquivando un haz de luz de un Silente, giró finalmente hacia ellos. Su visor se posó en Lena, y luego en la esfera que aún sostenía con fuerza contra su pecho. Hizo un gesto brusco con la cabeza hacia su nave.
—¡Moverse, recipientes! —rugió—. ¡O quedaros y convertirnos en parte del mueble brillante!
Lena y Kael se miraron. Habían huido de la "armonía" asfixiante del Jardinero solo para caer en las garras de unos saqueadores interestelares. Pero el caos, comprendieron en ese instante, a veces era un refugio. A veces, el ruido de un hacha era la música más dulce comparada con el silencio de una prisión eterna.