Aethon era un sueño de bio-luminiscencia y curvas imposibles, pero Elara, reconociendo la abrumadora alienígena de su mundo, les aseguró que no eran los únicos humanos en el santuario. Los llevó a una de las "Zonas de Adaptación", una cúpula geodésica colossal anclada en un valle entre torres de nácar viviente.
Al cruzar el umbral, el aire cambió. El olor a sándalo y ozono fue reemplazado por el familiar aroma a tierra húmeda, césped recién cortado y el tenue olor a aceite de máquinas. Lena contuvo la respiración. Bajo la cúpula, que proyectaba un cielo azul perfecto con un sol simulado, se extendía una ciudad. No era grande, pero era inconfundiblemente terrestre. Había edificios de hormigón y acero con ventanas rectangulares, aceras de cemento, farolas que se encendían al anochecer simulado e incluso vehículos eléctricos que se deslizaban silenciosamente por calles asfaltadas. Los árboles eran robles y sauces terrestres, y los jardines estaban llenos de rosas, tulipanes y hierba. Era un pedazo de hogar, perfecto y un poco surrealista, encapsulado en un mundo alienígena.
Era Arcángel, el asentamiento humano en Aethon.
Fueron recibidos por un comité de bienvenida. La mayoría eran científicos e ingenieros, rostros serios que saludaron con formalidad. Pero uno de ellos se adelantó con un entusiasmo tan torpe que resultaba contagioso.
—¡Bienvenidos, náufragos del vacío! —anunció, con los brazos abiertos de forma un tanto dramática. Era un hombre alto y delgado, con el cabello castaño rebelde y unas gafas que constantemente se le empañaban por el cambio de humedad. Llevaba una bata de laboratorio manchada de lo que parecía salsa de tomate y un reloj de pulsera con tantos botones que parecía el panel de control de una nave pequeña—. Soy el Dr. Aris Thorne, xenobotánico y suplente oficial de relaciones comunitarias. Es un decir. Normalmente espanto a la gente, pero ustedes no tienen opción, ¡así que son mis nuevos amigos favoritos!
Kael no pudo evitar una sonrisa. Lena, más cautelosa, asintió con la cabeza.
—Lena. Y él es Kael. Gracias por la bienvenida.
—¡El placer es mío! —Aris se ajustó las gafas, mirando con fascinación la Semilla Primigenia que Lena llevaba en una bolsa especial en su cinturón—. Oh, vaya. Esa es la causante de todo este alboroto, ¿no? Los datos que los Argonautas han compartido son... bueno, son alucinantes. Literalmente reescriben los principios de la biogénesis. ¿Puede... puedo verla? ¡De lejos! No la tocaré. Soy muy torpe.
Elara intervino con su calma habitual. —El Dr. Thorne es uno de nuestros principales expertos en simbiosis ecosistémica. Su trabajo ha sido invaluable para mantener el bioma de Arcángel en equilibrio con Aethon.
—¡Bah, solo mantengo vivas las petunias! —dijo Aris, haciendo un gesto de modestia que era claramente falso—. Pero esto... esto es el santo grial. Y ustedes deben de estar hechos polvo. Vengan, les mostraré sus alojamientos. No son de nácar que canta, les doy mi palabra. Tenemos camas con muelles. ¡Y café! De verdad. De los granos.
La promesa del café casi hizo llorar a Lena.
Su nuevo hogar era un apartamento modesto pero acogedor en un edificio de cuatro plantas. Era tan normal que resultaba reconfortante: una cocina sintética, un sofá de tela, ventanas con cortinas. Para Lena y Kael, después de semanas de terror y maravillas alienígenas, fue como volver a la infancia.
En los días siguientes, se integraron en la rutina de Arcángel. Kael se sumergió en el archivo de datos de la colonia, devorando toda la información que los Argonautas tenían sobre los Antiguos y el Jardinero. Lena, más práctica, comenzó a trabajar en los invernaderos, usando su afinidad con la Semilla para ayudar en proyectos de agricultura. La Semilla misma parecía responder bien al entorno controlado de Arcángel, su pulso era más regular y tranquilo.
Y siempre estaba Aris.
El científico cómico se convirtió en una presencia constante. Inventaba excusas para visitar el invernadero donde trabajaba Lena, tropezando con carretillas o iniciando conversaciones absurdas.
—¿Sabías —le dijo un día, mientras Lena examinaba una vid de tomate que brillaba suavemente— que las plantas de Arcángel tienen un 0.3% más de clorofila que las de la Tierra? ¡Es el efecto de la luz de la cúpula! Bueno, eso o se están volviendo snobs. —Hizo una pausa y luego añadió, mirando sus manos sucias—: Yo también tengo un 0.3% más de torpeza aquí. Es estadísticamente significativo.
Lena, por primera vez en mucho tiempo, rio. Era una risa sincera que le salió del pecho. Aris la miró, y por un segundo, la máscara del científico torpe se desvaneció, mostrando a un hombre genuinamente sorprendido y encantado.
—Tienes una risa bonita —dijo, con una simple honestidad que lo hizo sonar más vulnerable que cómico.
A partir de ese momento, su dinámica cambió. Las visitas de Aris se volvieron más pausadas, sus conversaciones más profundas. Le hablaba de su infancia en una estación orbital, de su sueño de ver los bosques de la Tierra, no en un archivo, sino en persona. Lena, a su vez, le hablaba del Agravio, del horror del Jardinero, del peso de llevar la Semilla. Él la escuchaba, sin juicio, a veces ofreciendo un dato científico absurdo para aligerar el estado de ánimo, otras veces simplemente escuchando en un silencio respetuoso.
Kael lo veía con divertido escepticismo. —El Dr. Torpe está bastante enamorado de ti —le comentó a Lena una tarde en su apartamento.
—No es... no es así —protestó Lena, sintiendo que se sonrojaba.
—Lena, el hombre intentó impresionarte explicándote la taxonomía de la maleza. Eso es amor verdadero en el lenguaje de un botánico.
Fue durante una de esas cenas tranquilas, con Aris compartiendo anécdotas desastrosas de sus experimentos, cuando la conversación dio un giro crucial.
—Es increíble —dijo Kael, mirando por la ventana hacia las suaves luces de la ciudad humana—. Todo esto. Pero a veces me pregunto si volveremos a ver la Tierra de verdad. No una simulación, sino el planeta.