La rutina en Arcángel adquirió una nueva urgencia con la cuenta regresiva hacia la ventana de salto a la Tierra. Setenta y tres días ya parecían pocos. El Dr. Aris Thorne, impulsado por una mezcla de genuino interés científico y un deseo casi palpable de impresionar a Lena, convenció al Consejo de Arcángel para autorizar un experimento de "bajo riesgo".
Su teoría era ambiciosa: si la Semilla Primigenia era una clave biológica, quizás una pequeña fracción de su energía, aislada y modulada, podría usarse para estabilizar y acelerar el crecimiento de las cosechas en los invernaderos. Era un proyecto con un potencial revolucionario para futuras colonias.
—¡Imaginen! —exclamó Aris frente a Lena, Kael y un pequeño equipo de colegas en el laboratorio de biocontención—. En lugar de meses, tener comida en semanas. Sería el mayor avance agrícola desde la polinización de las abejas. O, ya saben, desde la invención del sándwich de pepino.
Lena se sentía intranquila. La Semilla, normalmente calmada en su presencia, emitía un zumbido de baja frecuencia, una sensación de incomodidad que solo ella parecía percibir.
—Aris, ¿estás seguro? —preguntó, pasando los dedos por la cápsula transparente que contenía la Semilla—. Se siente... nerviosa.
—¡La emoción es comprensible! —dijo Aris, ajustando unos diales en una consola que parecía un árbol de metal retorcido—. Está a punto de cumplir su propósito cósmico en un huerto de lechugas. Es un ascenso humilde, pero noble. Todo está bajo control. He calculado la exposición energética al 0.0001% de su capacidad total. Es como darle una aspirina a un planeta.
Kael, desde la sala de observación, frunció el ceño. Su instinto de historiador le decía que jugar con las herramientas de los dioses rara vez terminaba bien.
El experimento comenzó. Un rayo de energía sutil, extraído de la Semilla por unos cristales argonautas, se dirigió hacia una bandeja de plántulas de trigo genéticamente modificado. Al principio, fue un éxito espectacular. Los brotes verdes se elevaron, se espesaron y desarrollaron espigas doradas en cuestión de segundos. El equipo vitoreó. Aris lanzó una mirada triunfante a Lena.
Y entonces, todo salió mal.
La energía, en lugar de disiparse, encontró un eco en la propia modificación genética del trigo. Una mutación no prevista se desencadenó. Las plantas no solo crecieron; se volvieron invasivas y agresivas. Los tallos se engrosaron como serpientes, desarrollaron espinas afiladas y, con un chasquido audible, comenzaron a liberar al aire unas esporas de un verde brillante y fosforescente.
Las alarmas de biocontención aullaron. Los cristales de la sala se empañaron con una neblina verde.
—¡Cortar la energía! —gritó alguien.
—¡No responde! —gritó Aris, golpeando la consola—. ¡Se ha creado un circuito de retroalimentación! ¡La planta está alimentando el flujo!
La nieve esmeralda de esporas comenzó a depositarse en todo. Donde caía, el metal se corroía, los plásticos se derretían y cualquier materia orgánica—desde las macetas de madera hasta el cuero de las botas de un técnico—era consumida a una velocidad aterradora para convertirse en más de la misma biomasa voraz. No era el Jardinero, pero era su primo lejano y enfurecido, un cáncer verde que se propagaba por el laboratorio.
En cuestión de minutos, la contención fue violada. La plaga se filtró a los sistemas de ventilación de Arcángel. La burbuja terrestre, su santuario de normalidad, estaba siendo devorada desde dentro por el mismo legado que habían jurado proteger. Sirenas de evacuación y de cuarentena sonaron al unísono, creando una sinfonía de pánico.
Lena, con la Semilla en brazos, podía sentir su pánico, un eco del suyo propio. Aris estaba desolado, su rostro era una máscara de horror y culpa.
—Lo siento, lo siento... —murmuraba, mientras corrían por los pasillos que empezaban a ser invadidos por enredaderas espinosas.
Desde el puente de mando de Arcángel, Elara y los líderes de la colonia veían cómo su mundo se teñía de verde. Las comunicaciones con los Argonautas estaban saturadas. Su tecnología era para la preservación, no para la contención de un brote biológico tan agresivo. Estaban perdiendo la batalla.
Fue entonces cuando una nueva voz, áspera y llena de estática, atravesó el caos en la frecuencia de emergencia.
—Colonia Arcángel, aquí Capitán Marcus Valerius de la nave terrestre Resiliente. Hemos recibir su baliza de auxilio categoría Omega. Nos estámos aproximando a su posición. Prepárense para una operación de contención de nivel Alfa. Repito, esto es la Resiliente. ¿Me copian?
¡La Tierra! ¡La expedición había llegado antes de lo esperado!
A través de los visores, vieron cómo la Resiliente, un crucero de la Flota Unificada de la Tierra, macizo, angular y gloriosamente industrial, se acoplaba con fuerza bruta a un puerto de emergencia de la cúpula. No era elegante, pero era sólido. Era poder humano puro.
De la nave descendió un equipo de contención con trajes NBQ avanzados, liderados por el Capitán Marcus Valerius. Era la antítesis de Aris Thorne: alto, ancho de espaldas, con el pelo negro cortado al rape y una mandíbula cuadrada que parecía tallada en granito. Sus movimientos eran económicos y precisos, y sus ojos grises escudriñaban la situación con una frialdad militar que inspiraba una confianza inmediata.
—¿Quién está a cargo de este desastre? —preguntó, su voz era un latigazo a través de su máscara.
—Yo... Yo soy el responsable —dijo Aris, adelantándose, con la bata manchada y la cabeza gacha.
Valerius lo miró de arriba abajo, sin una pizca de emoción. —Científico. Debí imaginarlo. —Su mirada se posó entonces en Lena, y en la Semilla que ella protegía con ferocidad. Su expresión se suavizó un milímetro—. Usted debe ser la Portadora. El informe de la Academia hablaba de usted. Soy el Capitán Valerius. Mi misión es llevarlos a casa a usted y al artefacto. Parece que llegué justo a tiempo.