La atmósfera en Arcángel, después del incidente de la "Plaga Thorne", se dividió en dos realidades. Por un lado, la eficiencia hierática del Capitán Valerius y su equipo, que se movían como un mecanismo de relojería bien aceitado, asegurando los sectores dañados y realizando inventarios de los suministros de la Resiliente. Por el otro, la colonia humana, que respiraba un aire cargado de culpa, resentimiento y, sobre todo, una nostalgia agridulce por la Tierra que la Resiliente representaba.
Lena se encontraba atrapada entre ambos mundos. La confianza brutal que Valerius inspiraba era un imán para su parte agotada, la que solo anhelaba un puerto seguro después de meses de huida. Una tarde, él la invitó a recorrer los invernaderos menos dañados, una zona que ahora estaba bajo la supervisión militar.
Caminaban entre las hileras de lechugas y tomates, un contraste surrealista con la armadura de combate ligera que Valerius aún llevaba.
—Esto me recuerda al Agro-Domo 7, en la Cuenca Marciana —comentó él, su voz perdiendo por un momento su filo militar—. Más grande, por supuesto. Pero el principio es el mismo: una burbuja de vida en medio de la nada.
—¿Usted estuvo en Marte? —preguntó Lena, sorprendida.
—Crecí allí —dijo él, deteniéndose para observar una flor de tomate. Su mirada se perdió en la distancia—. Mi familia era parte del proyecto de terraformación de la Segunda Ola. Vivíamos en una de las cúpulas subsidiarias. No era... glamuroso. El aire siempre olía a reciclado y el polvo rojo se metía por todas partes.
Le contó entonces una historia que Lena no esperaba. Habló de un Marte joven y duro, de cómo, a los doce años, una tormenta de polvo de categoría 5 había reventado los soportes estructurales de su sector. Él y su hermana menor se habían refugiado en un conducto de ventilación mientras fuera el mundo se desmoronaba. Pasaron diecisiete horas a oscuras, escuchando los gemidos del metal y los gritos ahogados por los sistemas de comunicación.
—Los equipos de rescate nos sacaron —dijo, su voz era plana, como si relatara un informe—. Mis padres... no tuvieron la misma suerte. Ellos estaban en el núcleo de la cúpula, intentando reforzar los sellos de presión.
Lena lo miró, y por primera vez, vio más allá del capitán de acero. Vio a un niño que había sobrevivido al colapso de su mundo literalmente. Comprendió que su obsesión por el control, la seguridad y la eficiencia no nacía de la arrogancia, sino del trauma. Para Marcus Valerius, el caos no era una abstracción científica; era el monstruo que se había llevado a su familia.
—Lo siento —susurró ella.
Él se encogió de hombros, un gesto que no logró ocultar el dolor arraigado en sus ojos. —Fue lo que me llevó a alistarme en la Flota. Para asegurarme de que nadie más tendría que esperar diecisiete horas a que llegara la ayuda. Para que la gente en lugares como este —hizo un gesto amplio abarcando Arcángel— pudiera dormir tranquila, sabiendo que hay alguien vigilando la puerta.
En ese momento, algo cambió dentro de Lena. La atracción que sentía por Aris era cálida, divertida, hecha de risas torpes y una bondad genuina. Pero lo que sentía hacia Marcus era diferente, más profundo y complejo. Era una comprensión. Él representaba el regreso a un hogar que, aunque duro, era tangible y seguro. Representaba la fuerza que ella misma había tenido que encontrar para sobrevivir. Él le ofrecía no solo un viaje a la Tierra, sino un refugio en alguien que entendía el precio de la supervivencia.
Esa noche, Lena no pudo dormir. La pulsación tranquila de la Semilla era un contrapunto a su confusión interior. Miró por la ventana hacia las luces de la Resiliente, un símbolo de orden frente al sueño orgánico y caótico de Aethon. Tomó una decisión.
A la mañana siguiente, buscó a Kael y a Elara.
—Tenemos que prepararnos —les dijo, su voz era firme—. La ventana de salto se acerca. La Resiliente está aquí, pero no podemos esperar hasta el último momento. Debemos enviar un mensaje por delante. Que la Tierra sepa que venimos y que manden una nave de recogida a la posición de salto. No podemos arriesgarnos a que pase nada más.
Kael asintió, comprensivo. Podía ver la resolución en los ojos de su hermana. —Tienes razón. Es lo más sensato. ¿A quién enviamos el mensaje?
—A los Detectives —dijo Lena, usando el término coloquial para los equipos de avanzada y logística de la Academia—. A los equipos de Xenología Aplicada y Reconocimiento. Ellos deben preparar el terreno. Que estén esperándonos en el punto de rendezvous. Que tengan todo listo para nuestra llegada y para el traslado seguro de la Semilla.
Elara, que los escuchaba, inclinó la cabeza en señal de aprobación. —Es un plan prudente. Los Argonautas podemos proporcionar el canal de comunicación de larga distancia. Es seguro y veloz. Su mensaje llegará a la Tierra con semanas de antelación.
La noticia se extendió por Arcángel como un reguero de pólvora. "La Portadora se va a casa". "Han llamado a los Detectives". Era la confirmación de que el largo exilio, para ellos, tenía una fecha de caducidad.
Lena fue a buscar a Aris. Lo encontró en lo que quedaba de su laboratorio, empaquetando instrumentos con una tristeza palpable.
—Me voy a casa, Aris —le dijo suavemente.
Él dejó a un lado un cristalógrafo y se limpió las manos en la bata. —Lo sé. Lo he oído. Es... es lo correcto. —Esforzándose por recuperar algo de su antigua chispa, añadió—: Supongo que esto significa que mi plan de impresionarte cultivando la patata perfecta ha llegado a su fin.
Lena sonrió, con tristeza. —Aris, tú...
—No —la interrumpió él, levantando una mano—. No hace falta. Él te da la Tierra. Yo solo te daba invernaderos con fugas. No es una competencia, es... matemática. —Su sonrisa era frágil—. Pero prométeme una cosa. Cuando estés allí, en ese mundo azul y verde, recuerda que hubo un científico torpe en una burbuja bajo un cielo de nácar que... que la vio reír por primera vez en mucho tiempo.