Cósmico

Capítulo 10: Hogar, con Sabor a Polvo y Estrellas

Capítulo 10: Hogar, con Sabor a Polvo y Estrellas

El descenso a través de la atmósfera terrestre fue un violento traqueteo que culminó en la suave presión de la gravedad familiar. Un peso que Lena y Kael no sentían desde lo que parecía una eternidad. Cuando las escotillas de la nave de transporte Amanecer se abrieron, el aire que entró a raudales les arrancó lágrimas instantáneas a ambos.

Era el aire de la Tierra. Húmedo, cargado de olores a hierba mojada, combustible de aviación y ese indescriptible aroma a vida y actividad humana que ninguna colonia, por avanzada que fuera, podía replicar. Bajo un cielo grisáceo de amanecer, el Espaciopuerto de Ginebra se extendía ante ellos, una vasta llanura de cemento y luces de navegación.

Y allí, tras una barrera de seguridad, estaban ellos.

Kael vio primero a sus padres. Su madre, una mujer de cabello cano prematuro y rostro surcado por la preocupación, se llevaba una mano temblorosa a la boca. Su padre, un hombre alto y delgado que siempre parecía absorto en un libro, tenía los ojos brillantes y la mandíbula apretada, como si contuviera un torrente de emociones. Kael no corrió. Caminó hacia ellos con pasos lentos, reverenciales, y cuando su madre lo abrazó, se desmoronó. El académico, el historiador, se convirtió de nuevo en el hijo que se había perdido años de vida familiar. Su padre lo rodeó con sus brazos largos, un abrazo silencioso y poderoso. No hacían falta palabras. El vacío de los años se llenaba con el simple, abrumador hecho de estar juntos.

Lena los observó por un momento, una sonrisa trémula en sus labios. Luego, su mirada buscó y encontró a la suya. Su hermana menor, Anya, ya no era la adolescente que recordaba. Era una mujer, con la determinación de la familia grabada en sus ojos. Corrió hacia Lena y el choque de sus cuerpos fue pura, desesperada alegría.

—Pensé que te habíamos perdido —susurró Anya, con la voz ahogada en el hombro de Lena—. Cada noche, miraba las estrellas y maldecía cada una de ellas por haberte robado.

Lena no podía hablar. Apretó a su hermana con fuerza, oliendo su perfume, un aroma terrenal y común que era el elixir más preciado del universo. Sobre el hombro de Anya, vio al Capitán Valerius, de pie junto a la rampa de la Amanecer, observando la escena con una expresión inusual en su rostro: una sombra de anhelo. Ella le sonrió, un gesto de gratitud y de algo más, y él respondió con una leve, casi imperceptible inclinación de cabeza.

El regreso fue un torbellino de reconocimientos médicos, informes oficiales y la abrumadora calidez de una cena familiar en el apartamento de sus padres, con comida real, no sintetizada, y el sonido de las risas llenando cada rincón. Esa noche, acostada en su antigua habitación, ahora extrañamente pequeña, Lena dejó que las lágrimas silenciosas mojaran la almohada. Estaba en casa.

Fue en medio de esa paz, días después, mientras ayudaba a su padre en el pequeño jardín comunitario, cuando el recuerdo la golpeó con la fuerza de una bofetada.

El olor de la tierra húmeda bajo sus dedos, el sol cálido en su nuca... y de repente, ya no estaba en la Tierra. Estaba de vuelta en Aethon, en los momentos finales, antes de que la Resoluta los sacara.

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El Recuerdo: El Precio del Escape

El Agravio de Vorlag yacía semidestruido en la llanura cristalina, acorralado por las espinas esmeralda del Jardinero. La única esperanza era la nave Argonauta, el "Carro de Luz Estelar", pero estaba en la órbita alta. Bajarían una lanzadera, pero tenían que llegar a la zona de evacuación, una meseta a diez kilómetros de distancia, a través de un paisaje que se había vuelto loco.

—¡No podemos correr más! —gritó Kael, esquivando un látigo de enredadera negra.

*Lena, con la Semilla ardiendo en sus manos, sintió la respuesta. No era un pensamiento, sino un instinto, un conocimiento implantado en su mente por la propia esencia del artefacto. La Semilla no solo era la clave; era una parte diminuta de la conciencia del planeta. Y podía, por un instante, suplicar**.

—¡Alto! —gritó—. ¡Todos, déjenme pasar!

Se adelantó, al borde del claro donde estaban. Cerrando los ojos, se concentró no en luchar, sino en comunicar. Envió a través de la Semilla una oleada de imágenes: la belleza de un bosque terrestre, la promesa de vida que la Semilla contenía, el dolor de la corrupción del Jardinero. Ofreció un trato, una tregua.

Por un momento, todo se detuvo. Las espinas vacilaron. Las flores carnívoras se cerraron. El aire cargado de agresión se calmó. Fue como si el planeta entero contuviera la respiración.

—¡Ahora! —rugió la voz de Vorlag—. ¡Corran, maldita sea!

La carrera hacia la lanzadera fue una mancha de adrenalina y terror. El "alto el fuego" duró menos de un minuto, pero fue suficiente. Justo cuando las primeras garras de cristal se alzaban de nuevo para aplastarlos, la compuerta de la lanzadera Argonauta se cerró tras ellos y se elevaron, dejando atrás el mundo agonizante. Lena, agotada, solo atinó a ver por la mirilla cómo la superficie de Aethon se retorcía de furia, traicionada por el último acto de misericordia de su propio corazón.

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Lena abrió los ojos, jadeando. El sol de la Tierra seguía brillando. Las lechugas de su padre seguían verdes. Su padre la miraba con preocupación.

—¿Hija? ¿Estás bien?

Ella asintió, limpiándose una lágrima sucia de tierra de la mejilla.

—Sí, papá. Solo... solo un recuerdo. De cómo bajamos del planeta.

Él la rodeó con un brazo, sin hacer más preguntas. Lena miró el cielo, ahora azul y despejado. Habían pagado un precio altísimo por estar aquí, en este jardín, bajo este sol. No solo con naves y tecnología, sino con un pedazo de su alma, dejado atrás en un mundo de espinas y maravillas. Y supo, con una certeza que le heló la sangre, que su historia con la Semilla y los ecos de Aethon estaba lejos de terminar.



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En el texto hay: tierra, cósmico, gravitación

Editado: 14.11.2025

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