Al día siguiente, la madre de Coreus, desesperada y nerviosa, aguardaba ansiosamente la llegada de su esposo. El tiempo parecía alargarse, y el silencio en la casa solo aumentaba su ansiedad. Cuando finalmente recibió la llamada del hospital, algo en su interior se quebró. Sin dudar, salió disparada hacia la calle y tomó el primer taxi que vio. El aire frío de la mañana solo aumentaba la sensación de desesperación que la invadía.
Al llegar al hospital, la vio, la imagen de su esposo en una camilla, gravemente herido. El corazón de la madre de Coreus se detuvo por un momento al ver su rostro marcado por el dolor. El culpable de todo, pensaba, era ella. La pastilla, esa maldita pastilla que había tomado sin cuestionar, era la que había desencadenado todo. ¿Cómo había podido ser tan ingenua, tan confiada? La culpa se le apoderó por completo, y las lágrimas comenzaron a caer sin control. Lloró desconsoladamente junto a él, sin saber si sus lágrimas podían remediar lo irreparable.
Pasaron los meses, y la vida continuó su curso, aunque nada sería lo mismo. El hijo de Charles nació, un bebé que recibiría el nombre de Max. Charles, con una frialdad que solo alguien consumido por su propia locura podría poseer, sabía que ese nombre resonaría en todo el mundo algún día. Max, el niño que cambiaría el destino de todos, aunque nadie lo sabía aún. Pero lo que más sorprendía era la falta de remordimiento de Charles. Aunque los recuerdos de esa noche oscura debían atormentar a cualquiera, él no sentía nada. Al contrario, sentía una extraña satisfacción, como si finalmente hubiera hecho lo correcto. Se había vuelto un hombre diferente, distorsionado por su obsesión. Día tras día, se entregaba a sus vicios, sin importar las consecuencias. No pensaba en lo que había hecho, y, sin embargo, sabía perfectamente que lo había hecho de forma deliberada. De algún modo, en su mente, todo tenía sentido.
Mientras tanto, la madre de Coreus se encontraba en el hospital, sola, esperando la llegada de su hijo. Sabía que el momento estaba cerca, pero los días se sentían largos. Cuando por fin dio a luz, la pastilla había hecho su trabajo. El niño nació, pero la madre ya no tenía fuerzas para abrazarlo, para verlo. Exhausta y debilitada por el sufrimiento, perdió el conocimiento y, en un último suspiro, falleció.
El padre de Coreus, que había estado luchando con sus propios demonios, al enterarse de la noticia, no pudo contener su dolor. Tomó las llaves de su auto con manos temblorosas y aceleró, dejando atrás las sombras de la desesperación que lo perseguían. Las lágrimas caían por su rostro, pero no había tiempo para lamentos. ¡Su hijo! Solo pensaba en llegar a tiempo. Solo quería ver a su hijo, para aferrarse a lo que le quedaba de humanidad. Pero el destino tenía otros planes.
Antes de que pudiera llegar al hospital, un leve pero constante pitido resonó en el piso de su automóvil. El sonido era extraño, casi como una advertencia. Una explosión. Un estruendo brutal que volcó su vehículo y lo lanzó a la oscuridad. Fue el último sonido que escuchó antes de que el mundo se desvaneciera a su alrededor. Él tampoco vio a su hijo.