Eran las ocho de la noche cuando el coche se detuvo frente a la casa de los padres de Marcos. Tras un fin de semana lleno de matices, él, Serena y los peques —que dormían en el asiento trasero, agotados— permanecían en silencio, como si cada uno digiriera sus propios pensamientos. Antes de salir a la carretera, Alejandro y Shery les habían indicado que fueran directamente a casa de Frederick y Harriet: la abuela había preparado una cena en familia.
Serena miró por la ventanilla, todavía intentando acostumbrarse a esa calidez que la envolvía con delicadeza.
"Hecho de menos a mis padres… y a mi centinela."
Le costaba no pensar en los suyos. Otra Navidad sin el ponche de su padre, sin los pastelitos caseros de su madre, sin los abrazos de oso de su hermano mayor. Una época que solían celebrar entre risas y costumbres, arruinada por decisiones que aún le pesaban.
"Fui tan ingenua… Confié en quien no debía, y lo perdí todo." La culpa seguía allí, latiendo bajito pero constante.
Y, sin embargo, al alzar la vista, lo vio a él. Marcos. Esos ojos esmeralda la observaban con una mezcla de ternura y algo más hondo que no sabía cómo definir.
"¿Cómo puede mirarme así, sabiendo lo rota que estoy? ¿Después de todo lo que le han hecho sufrir a él…?" Sintió un nudo dulce en la garganta. No era amor desbordado, al menos no todavía. Era algo más sereno. Algo que hacía desear quedarse.
Marcos desvió la mirada hacia la casa de su infancia.
"Nunca imaginé volver a encontrar una luz que le diera sentido a mi vida. Después de medio año, estas dos mujeres hacen que no me sienta tan… muerto por dentro." Serena le generaba una paz desconocida. Aunque arrastraba su propio dolor, aunque había días en los que el miedo le susurraba que no merecía ser feliz, con ella todo era distinto.
"Más que miedo a lo que siento, me aterra que ese desgraciado vuelva a herirla… que algo le pase a ella o a Valeria. No podría soportarlo. Es como una flor hermosa en medio del desierto. No entiendo cómo alguien quiso apagar su luz."
Ambos lo sabían, sin necesidad de palabras: no estaban listos para dar el salto. No del todo. Pero tampoco querían soltarse.
"Esto… lo que estamos construyendo… no quiero que desaparezca", pensó Serena.
"No todavía", pensó él, como si sus pensamientos fueran uno solo.
—¿Estás bien? —preguntó Marcos, sacándola de sus pensamientos.
Serena asintió, esbozando una leve sonrisa.
—Lo estoy. Solo que... —bajó la mirada hacia sus manos, sintiendo una punzada en el pecho—. Es otra Navidad sin mi familia —suspiró—. Me habría gustado que mi hija creciera junto a sus abuelos y su tío.
—¿Hablas con ellos con frecuencia?
—Sí, por videollamada. ¿Sabes qué es lo peor? —alzó la vista y se encontró con los ojos de Marcos—. El dolor que disimulan por no poder estar con Valeria. Me rompió el alma cuando, hace poco, le preguntó a mi hermano si no venían a verla porque no la querían.
Marcos le tomó la mano con delicadeza, apretándola con suavidad para transmitirle apoyo.
—Lo siento. No puedo imaginar cuánto debe doler. Pero quiero que tengas algo muy claro —esbozó una sonrisa sincera—: no estás sola. —Desvió la mirada un instante hacia la casa de sus padres—. Sé que tú y Shery sois muy unidas, y que compartís tiempo con los niños.
Con el pulgar, acarició suavemente la mejilla de Serena.
—En casa de mamá hay una habitación de invitados libre. Podríais venir a pasar las fiestas con nosotros.
La expresión de asombro en el rostro de ella no pasó desapercibida.
—No sé... yo... no quiero ser una molestia... —murmuró, mientras un leve rubor teñía sus mejillas.
—Eres bienvenida. Ya formas parte de esta familia. Te adoran, y mi madre estará encantada de que os quedéis. Solo piénsalo.
El silencio se instaló entre ellos, pero fue un silencio cálido, de esos que no incomodan. Se miraron con complicidad, compartiendo una sonrisa tranquila.
—Está bien —aceptó Serena, con un susurro lleno de gratitud.
Serena se giró ligeramente desde el asiento del copiloto mientras Marcos sacaba las llaves del contacto. Observó a Owen y Valeria, dormidos profundamente, abrazados a sus peluches: un osito y una tortuga. Ninguno de los dos quiso despertarlos; se habían quedado rendidos después de cantar algunos villancicos durante el camino de regreso a Evergreen.
—Dejémoslos dormir un poco más. Los despertaremos en cuanto la cena esté lista —murmuró ella.
—Yo llevo a Val —susurró Marcos, abriendo con cuidado la puerta del vehículo.
—Y yo a Owen —asintió Serena, desabrochándose el cinturón y bajando tras él.
La noche era fresca, pero no helada. Reinaba una calma que contrastaba con las luces cálidas que se escapaban por las ventanas de la vivienda. Justo cuando se detuvieron en el porche, la puerta se abrió antes de que pudieran tocar el timbre.
—¡Ah, ahí están! —la voz de Frederick los recibió con una sonrisa—. Dame a ese campeón, Serena.
Ella le sonrió con gratitud y le entregó a Owen con delicadeza, procurando no despertarlo.
—Gracias, Frederick.
—Papá —saludó Marcos con un leve gesto de cabeza, esbozando una sonrisa.
—Entrad, venga. Tu madre está convencida de que hoy celebramos una fiesta nacional.
Desde la cocina llegó la voz divertida de Harriet, animada y clara:
—¡No exageres, Fred! Solo hice lo de siempre... pan recién horneado, un guiso decente y, bueno, un par de postres por si alguien se queda con hambre.
—Has cocinado para un regimiento, mujer —replicó él con una sonrisa ladeada.
Serena cruzó el umbral detrás de Marcos, sintiendo el cambio de temperatura, los villancicos que llegaban desde la cocina y el aroma reconfortante del hogar. Olía a especias suaves, salsa recién hecha y pan caliente. En la cocina, Harriet removía algo en una olla mientras Shery colocaba los cubiertos y Alejandro acomodaba las copas en la mesa del comedor.
Editado: 02.08.2025