El amanecer se filtraba con parsimonia entre las cortinas, tiñendo la habitación con una luz dorada que acariciaba suavemente cada rincón. Serena se removió entre las sábanas con pereza, buscando instintivamente a la persona que debía estar a su lado, y se encontró con un hueco vacío que aún conservaba su calor. Afuera, el pueblo despertaba bajo un leve manto de nieve, y el sonido distante de villancicos se colaba desde la plaza. Abrió los ojos despacio justo cuando él salía del baño, con el cabello húmedo y una toalla ceñida a la cintura. El vapor se escapaba tras él, envolviéndola en una fragancia cálida y limpia, con notas amaderadas y un toque de especias suaves que impregnaba la habitación. Entonces lo supo: no había escena más perfecta para comenzar el día… o quizá sí, pero en ese instante solo tenía ojos para él.
—¿Estoy soñando o… eres real y no te has escapado de alguno de los cuentos de Valeria? —susurró, mientras sus mejillas se teñían de rojo.
Marcos no pudo evitar sonreír y reír suavemente. Tras secarse el cabello, se sentó al borde de la cama junto a Serena.
—Buenos días, preciosa —murmuró, depositando un beso tierno en su frente—. ¿Cómo has dormido?
—Como un bebé —confesó ella, esbozando una sonrisa tímida—. ¿Y tú? ¿Cómo estás?
Marcos comprendió de inmediato el motivo de la pregunta. Sonrió con calidez, y un brillo especial apareció en sus ojos cuando posó la mano sobre la mejilla de Serena. Ella cerró los ojos, disfrutando del instante, y al abrirlos de nuevo se encontró con los suyos.
—No lo sé… voy un paso a la vez —dijo con sinceridad—. Desperté temprano, tomé las pastillas y salí a correr por el pueblo. Al regresar, pasé a saludar a Cristina, y nos preparó el desayuno a los dos —añadió, girando la vista hacia la mesilla de noche, y rompió a reír al notar que Serena olfateaba el aire con el ceño fruncido.
De pronto, un destello de ilusión iluminó sus ojos azules.
—Espera… ¿son bollitos rellenos de crema de arándanos? —preguntó, con los ojos abiertos como platos.
Marcos, sonriendo y con el corazón acelerado, se levantó a por la bandeja y la colocó entre ambos, acomodándose a su lado.
—Veo que Cristina no mentía cuando me recomendó los bollos de arándanos —bromeó, dando su primer sorbo de chocolate caliente.
—Son los mejores después de las tortitas de ayer —admitió ella, con la boca llena.
—Tomaré nota —respondió él divertido—. Había pensado en hacer algo especial antes de reunirnos con los demás para comer. ¿Te apetece ir de compras? Aún tenemos que leer las cartas de Santa.
—Me encantaría —contestó ella con una sonrisa sincera.
Entre bocado y bocado, mientras terminaban el desayuno, a Serena le cruzó por la mente una duda que no pudo contener. Con aire curioso y un toque de timidez, preguntó:
—Oye… cuando hablaste con mi padre, ¿qué te dijo?
Marcos se atragantó con el último trozo de bollo, tosiendo un par de veces mientras buscaba su taza de chocolate para disimular. No esperaba aquella pregunta tan directa. Tras un leve carraspeo, sonrió nervioso y se rascó la nuca.
—Ah, tu padre… —rió con cierta incomodidad— digamos que me hizo un pequeño interrogatorio. Ya sabes, lo típico de un padre protector.
Serena lo miró con los ojos entrecerrados, intentando leer entre líneas, aunque terminó riendo también.
—Perdón por eso… hablaré con él —murmuró, aún algo apenada.
—No hace falta, de verdad —replicó él con dulzura, inclinándose para besarle la mejilla antes de levantarse con la bandeja en las manos.
Serena lo siguió con la mirada y, con una sonrisa tranquila, se puso de pie.
—Anda, ve a vestirte, que yo me encargo de esto —dijo ella con suavidad, tomándole la bandeja antes de que pudiera protestar.
Marcos negó con una sonrisa resignada.
—Nada de eso, yo me encargo, preciosa —contestó, acariciando con ternura su brazo—. Ve a darte una ducha, ponte cómoda; cuando termine de arreglarme, nos iremos de compras —le guiñó un ojo, posó un beso en su frente.
Serena tomó su muda de ropa y se dirigió al baño, lista para ducharse, mientras él se enfundaba en una sudadera y unos pantalones cómodos, antes de bajar a lavar el plato y la bandeja del desayuno y luego subir a vestirse por completo.
El sonido del agua corriendo llenaba la habitación, y un suave vapor comenzó a escaparse por la rendija de la puerta del baño justo cuando Marcos regresaba, dispuesto a vestirse. No pudo evitar sonreír al oírla tararear una melodía; entonces se detuvo un instante, contemplando a su alrededor. Con Serena todo era tan sencillo como respirar. Su mundo, antes gris, ahora se teñía de colores que creía olvidados. Al mirarse en el espejo del dormitorio, se sorprendió al verse sonreír como nunca antes.
<<Podría acostumbrarme a esto>>, pensó.
Cuando ella al fin salió del baño, envuelta en una toalla y con el cabello húmedo cayendo sobre los hombros, él —a medio vestir— no pudo evitar contemplarla a través del reflejo del espejo. Serena lo notó y, al cruzarse con sus ojos verdes, ambos se sonrojaron como dos adolescentes.
—¿Lista para deslumbrar en el pueblo? —bromeó, mientras se colocaba el suéter y le acomodaba un mechón rebelde detrás de la oreja.
—Solo si prometes usar el gorro de Papá Noel que traje para la comida —replicó ella con una sonrisa traviesa mientras buscaba su vestido.
—No hablarás en serio —respondió él, conteniendo la risa.
—Oh, vamos… estarás muy guapo —lo animó, alzando las cejas con picardía.
Marcos la atrajo hacia sí, rodeándola por la cintura, y le susurró al oído:
—Solo si me regalas tu hermosa sonrisa. Entonces haré lo que me pidas —prometió, tomando su rostro entre las manos para besarla con lentitud. Fue un beso suave, tierno y lleno de esa dulzura que aún los hacía ruborizarse.
Cuando terminaron de arreglarse, bajaron juntos las escaleras, listos para salir. Serena se adelantó hacia la cocina y, antes de que él pudiera preguntar, tomó el pequeño frasco de medicinas que Marcos había dejado sobre la encimera. Sin decir nada, lo guardó en el bolsillo interior de su abrigo.
Editado: 06.11.2025