Créeme

Capítulo 2. La locura.

Steve.

Nunca me gustó la Navidad, ni siquiera cuando era niño. En mi casa nunca faltaron los regalos caros ni los banquetes opulentos, pero lo que faltaba era algo más profundo: el cariño sincero, la calidez que hacía que las luces realmente iluminaran el hogar. Mientras otros niños disfrutaban decorando el árbol con sus familias, me prohibían incluso acércame a él, porque mis padres temían que yo o mi hermano se estropea un magnífico árbol diseñado por algún famoso decorador. Recibían a personas importantes con sonrisas frías y palabras medidas, conscientes de que de esos encuentros dependía el éxito de su negocio.

De adulto, la Navidad no mejoró. Seguía siendo un teatro vacío: cenas con socios que fingían interés, brindis por logros calculados, y regalos estratégicamente seleccionados para mantener las apariencias. Cuando me rebelé y me marché de casa y el negocio familiar, decidí que la Navidad nunca tendría lugar en mi vida como una celebración y pasaría esta noche en solitario. Era mi forma de renegar de todo lo que esa fecha había significado en mi infancia y juventud: hipocresía, frialdad y máscaras sociales.

Tal vez por eso Santa Claus, con su retorcido sentido del humor, me mandó a Carla justo en estas fechas. Como si quisiera reprocharme algo, o quizás simplemente para fastidiarme. Porque si algo sabía seguro, era que Carla tenía la habilidad única de convertir mi mundo en un completo caos.

—¡Feliz Navidad, papá! —dijo Carla, y antes de que pudiera reaccionar, me colocó en las manos un bulto envuelto en una manta rosa.

Me quedé petrificado, sorprendido y, por un instante, sin saber qué hacer. Agarré aquel bulto con más fuerza, temiendo dejarlo caer, y al bajar la vista, ¡me encontré con un bebé real! No era un malentendido ni una broma pesada; era un bebé de verdad.

—Es tu hija. La llamé Viola. ¿Te gusta el nombre? —añadió, con esa mezcla de insolencia y descaro que siempre la había caracterizado.

Carla siempre había sido atrevida, arrogante, sinvergüenza… pero esto superaba cualquier límite.

—¡Carla, para de inmediato este circo! —grité, pero el bebé en mis brazos se movió y, por reflejo, bajé el volumen. La última cosa que necesitaba era el llanto de un bebé en medio de esta locura. Susurré con un esfuerzo casi sobrehumano para no perder los estribos—: ¿De dónde sacaste a esta niña? ¿Qué demonios quieres de mí?

Ella me miró con una expresión que oscilaba entre la valentía y la pura insolencia.

—Viviremos contigo dos meses, no más. Tú cuidarás de tu hija como un verdadero padre, y yo aprovecharé ese tiempo para arreglar mi vida.

Mis pensamientos comenzaron a atropellarse. Hija, ¿dijo hija? Carla había trabajado en mi club como bailarina de striptease durante seis meses. Habíamos asistido juntos a algunas fiestas privadas y, sí, en ocasiones habíamos despertado en la misma cama. Pero eso era todo. Nada más.

Después, descubrí que era adicta a las drogas y que esa adicción ya me había causado problemas con un ministro influyente que frecuentaba el club. Tuve que despedirla, no sin lamentarlo un poco, porque bailaba como ninguna otra. Fue un escándalo que preferí cortar de raíz.

¿Carla, madre? ¿Carla, decidiendo tener un hijo? Era un fenómeno tan improbable que casi me reí. ¿De quién podría ser ese bebé? ¿Del propio ministro? Quizás estuviera intentando chantajearlo. Pero entonces, ¿por qué venir a mí? ¿Qué busca? ¿Protección?

Mis pensamientos eran un torbellino caótico. Lo único claro era que Carla debía salir de mi apartamento cuanto antes. No necesitaba más problemas, y Carla siempre había sido un imán para ellos.

—Si no te vas de mi casa por las buenas, llamaré a la policía —amenacé, intentando mantener la compostura.

Ella sonrió con una arrogancia que me sacó de quicio.

—Hazlo, pero entonces todo el mundo sabrá lo que pasa detrás de las paredes de tus “ilusiones”.

Fue un golpe bajo, y lo sabía. Carla conocía perfectamente que para mi negocio lo más importante era la discreción, especialmente la de los clientes más influyentes. Mi mandíbula se tensó al darme cuenta de que no podía intimidarla, aunque la tentación de tomarla por el cuello y echarla a patadas era difícil de resistir.

Sin embargo, ella sabía demasiadas cosas que no debía. Decidí que pagarle sería la salida más rápida.

Coloqué a la niña en un sillón cercano con cuidado, sintiendo una debilidad increíble en los brazos y un alivio inesperado al soltarla. No entendía por qué me había puesto tan nervioso mientras la sostenía. Tal vez porque era la primera vez que tenía un bebé en brazos. O tal vez porque, en el fondo, tenía miedo de que realmente fuera mía.

—¿De dónde salió este bebé? ¿Por qué vienes a mí? ¿Necesitas ayuda? Podrías haberme llamado, pedir algo… pero aparecer así, de repente… —intenté hablar en un tono más suave, intentando razonar.

Carla se rio en mi cara. Una carcajada breve, llena de burla, que hizo que la sangre me hirviera.

—¡Esta es tu hija, Steve! ¡Tuya! Sólo necesito ayuda. Dos meses, nada más. Tiempo para organizar mi vida.

La incredulidad me invadió, seguida rápidamente por la ira.

—¿Te das cuenta de lo ridículo que suena esto? —repliqué, clavando mis ojos en ella—. No teníamos ninguna relación. Tú eras una bailarina, y yo, tu jefe. ¡Nada más! Sí, un par de veces tuvimos sexo, pero con precaución. Ahora llegas aquí, con un bebé, y pretendes que es mío. Esto es una locura.

Carla cruzó los brazos, mirándome con una mezcla de desafío y cansancio.

—Se llama orgullo femenino, Steve. Pero incluso eso tiene un límite, y estoy agotada.

Había algo en su tono que me hizo detenerme. Una vulnerabilidad apenas perceptible detrás de la arrogancia. Y aunque quería ignorarla, no podía.

Incluso si la niña, contra todo pronóstico, resultara ser mía —lo cual seguía considerando altamente improbable—, una cosa era clara: no podía imaginar un destino peor para una criatura inocente que depender de una madre como Carla.




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