Créeme

Capítulo 3. ¿Un cambio increíble o una máscara nueva?

Steve.

La aparición de Carla con la niña me dejó paralizado, atrapado entre el desconcierto y la irritación. No tenía idea de cómo manejar la situación, y estaba claro que ella no tenía intención alguna de abandonar mi apartamento. Mientras la observaba, maldecía internamente mi insistencia en incluirla en la plantilla de uno de mis clubes, el más exclusivo y selecto. ¿Por qué lo hice? Oh, claro, porque era una bailarina excepcional. Cada una de sus actuaciones era un espectáculo que dejaba a la audiencia sin aliento. Los invitados estaban dispuestos a pagar el doble —a veces más— solo para que ella asistiera a sus fiestas privadas.

Pero la relación con Carla era un arma de doble filo. Su talento indiscutible venía acompañado de una capacidad casi innata para atraer problemas. Aunque me gustaba como mujer —incluso más de lo que quería admitir—, cualquier sueño de algo más profundo entre nosotros se disipó rápidamente. Carla solo era fiel al dinero, y esa lealtad inquebrantable se hacía evidente con cada decisión que tomaba.

En un momento de debilidad, la distinguí del resto de las chicas y permití que nuestro vínculo profesional se transformara en algo más íntimo, un romance fugaz que me costó más de lo que valió. Pero no tardé en darme cuenta de la clase de mujer que era: inestable, ambiciosa, y, en última instancia, destructiva. Cuando lo entendí, reduje nuestra relación a un mero intercambio comercial, aunque incluso entonces seguí defendiéndola más de lo que debía. En varias ocasiones tuve que disculparme por su comportamiento o intervenir para sacarla de situaciones desastrosas provocadas por su debilidad por las drogas y el alcohol. Fue un ciclo agotador que se extendió por medio año.

El incidente con el ministro fue la gota que colmó el vaso. Esa noche, Carla llegó al club visiblemente bajo los efectos de alguna sustancia. Se peleó con una de las bailarinas en el vestuario y, durante un baile privado para el ministro —un cliente rico e importante, alguien que demandaba absoluta discreción—, rompió la regla más sagrada del lugar: le quitó la máscara.

Ese acto imprudente desató el caos. Convencer al ministro de que el incidente no saldría a la luz fue una tarea titánica. Le aseguré que, si Carla intentaba contarle a alguien lo sucedido, nadie la creería debido a su estado y su historial de adicciones. Sin pruebas concretas, su palabra no valdría nada. Aun así, esa noche decidí que no podía seguir lidiando con ella. Carla era una bomba de tiempo, y yo no podía permitirme el lujo de que estallara dentro de mi negocio. La despedí sin miramientos.

—¡Te arrepentirás! —me gritó antes de marcharse, con el rostro desencajado por la rabia y la humillación.

Parece que ahora ha decidido cumplir su amenaza. Y como siempre, Carla no hace nada a medias. Su venganza no es solo un intento de desestabilizar mi vida, sino una declaración de guerra con un bebé como su arma más inesperada.

En medio del caos, no se me ocurrió nada más sensato que llamar a León, mi amigo y abogado de confianza. Era alguien brillante, práctico hasta el extremo, y el único capaz de encontrar soluciones rápidas en situaciones como esta. El teléfono sonó varias veces antes de que finalmente contestara, lo cual era comprensible. Era Nochebuena, y seguramente estaba con su familia. O, más precisamente, en casa de su padre, quien recientemente había pasado por serios problemas de salud.

Finalmente, escuché su voz, un poco apagada, quizás por el cansancio:
—Steve, ¿qué pasó?

—Perdón por molestarte en estas fechas, pero tengo un gran problema y necesito tu consejo —respondí, tratando de sonar lo más calmado posible, aunque por dentro todo era un torbellino. Rápidamente le expliqué lo sucedido: la aparición de Carla, el bebé y toda la absurda situación que se había instalado en mi sala de estar.

León se quedó en silencio unos segundos antes de responder, con ese tono directo y sin rodeos que lo caracterizaba:
—Mira, hoy y mañana no vas a poder hacer nada, ni legal ni emocionalmente. Déjalas quedarse por ahora en tu casa. Luego, exige hacer una prueba de ADN. Si estas tan seguro que no tienes nada que ver con este bebé y el resultado sale negativo, se lo lanzas en la cara y la echas a la calle. Que busque al verdadero padre de su bastarda.

La frialdad de sus palabras me hizo sentir un leve escalofrío, pero no podía negar que tenía razón. Aun así, mi mente no dejaba de dar vueltas, buscando alternativas.
—¿Y si… qué pasa si la niña resulta ser hija del ministro? ¿si empieza a hablar del club, qué hago? —sugerí, casi susurrando, consciente de lo delicada que era esa idea.

León soltó una breve carcajada, cargada de sarcasmo.
—Entonces, no es tu problema en absoluto. ¿O acaso administras la vida sexual de tus clientes ahora? Sí no me olvido, ella ya no trabaja en tu club bastante tiempo. Si ese idiota se metió en problemas, que lo solucione él. Por si acaso, trata de averiguar discretamente si tuvieron algún encuentro fuera del club. Cualquier detalle puede ser útil.

Su lógica era impecable, como siempre, pero no aliviaba la sensación de que esta situación era un campo minado.
—Entendido —dije, intentando sonar firme, aunque no estaba seguro de nada.

Colgué el teléfono y me quedé unos segundos mirando la pantalla. La sensación de incertidumbre seguía latente, pero al menos ahora tenía un plan. Inspiré hondo, reuniendo fuerzas, y me dispuse a buscar a Carla. Si había algo que sabía con certeza, era que no podía confiar en ella. Y, sin embargo, tenía que enfrentarla para empezar a desenredar este lío.

La encontré en mi cocina, inclinada sobre la encimera de mármol, recogiendo con cuidado un poco de polvo blanco. Mi primer pensamiento fue inmediato y aterrador: droga. Cerré la puerta silenciosamente detrás de mí, conteniendo una maldición. No podía creer que Carla tuviera el descaro de tomar la maldita sustancia en mi casa, y menos con un bebé presente.




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