Steve.
A pesar de todo, Carla seguía siendo la misma Carla que recordaba: egoísta, desconsiderada y, francamente, ingrata. ¿Quién más sería capaz de dejarme a solas con un bebé, aunque estuviera dormido? La escena no era tanto una sorpresa como una confirmación amarga de lo que ya sabía. Miré alrededor de mi sala de estar, ese refugio cuidadosamente construido que ahora parecía un territorio invadido, y sentí una oleada de descontento difícil de ignorar.
El espacio que solía ser mi santuario de orden ahora era un testimonio vivo del caos que Carla había traído consigo. Mis ojos se posaron en mi perfecto árbol de Navidad, que yo mismo había decorado con esmero. Ahora, algunos de los adornos estaban esparcidos por el suelo, como pequeños recordatorios de que mi vida había dejado de ser exclusivamente mía.
Luego estaba la mesa de diseño, una pieza de la que siempre me había sentido orgulloso. Había pagado una pequeña fortuna por ella, no solo porque era funcional, sino porque representaba el tipo de vida que había construido para mí. Ahora, sobre su superficie pulida descansaba un viejo portátil, uno de esos modelos que probablemente deberían estar en un museo o, mejor aún, en un vertedero. Junto al portátil había una taza sucia, con restos de café seco, y un biberón con residuos de leche que apenas podía mirar sin fruncir el ceño.
Mis ojos recorrieron el resto de la habitación. En una silla había un revoltijo de ropa, claramente de Carla, mientras que en otra se apilaban pañales y otros artículos de bebé que parecían multiplicarse por arte de magia. ¿Solo traía una mochila? ¿No?
Pero lo que más me impactó fue el sofá. El sofá que, hasta esa noche, no sabía que podía desplegarse. Ahora, convertido en una improvisada cama, parecía un símbolo tangible de la invasión.
—No hay motivo para preocuparse, todo es temporal —me dije en voz baja, más como una orden que como un consuelo.
Coloqué cuidadosamente el paquete que había traído con cosas para Viola en un rincón vacío del sofá, intentando recuperar al menos un poco de control en medio del desorden. Me aferré a las promesas que me habían hecho. Marco aseguró que tendría los resultados del análisis en tres días, máximo. Tres días para confirmar lo que ya intuía: que Viola no era mi hija. León también prometió que mañana mismo encontraría un apartamento para Carla. Todo parecía estar encaminado hacia una solución. Sin embargo, el peso del presente seguía oprimiéndome.
Había aceptado ayudar a una chica con una niña en una situación complicada, eso lo sabía. Pero esa ayuda no podía convertirse en una invasión permanente de mi espacio y mi vida. Mi sala de estar, mi apartamento, mi mundo… todo había sido diseñado para mí, y ahora parecía un escenario que no reconocía. Yo quería resolver problemas, no adquirirlos.
Me permití un momento para cerrar los ojos y respirar profundamente. Tres días. Solo necesitaba aguantar tres días más.
Sin embargo, cuando abrí los ojos, mi mirada se posó en Viola, dormida en el sofá desplegado. Había algo etéreo en la escena, como si no perteneciera del todo a mi mundo y, aun así, ahí estaba. Me acerqué con cautela, casi con reverencia, y me senté en el reposabrazos para no perturbar el frágil equilibrio de su sueño.
El tiempo pareció detenerse mientras la observaba. Sus rasgos relajados, tan pequeños y delicados, parecían ajenos a la intranquilidad que su presencia había traído a mi vida. Pero fue imposible ignorar la conexión inesperada que mi mente comenzó a forjar. En la quietud de ese instante, mientras la luz tenue jugaba en su rostro, vi algo familiar. Un destello, un eco, algo que no podía definir con certeza. Viola se parecía a mí. O, más exactamente, a las fotografías de mi infancia que mi madre aún conservaba en viejos álbumes empolvados.
La idea me golpeó con fuerza. ¿Y si Carla no estaba mintiendo? ¿Y si, después de todo, Viola era realmente mi hija? El pensamiento me tomó por sorpresa y dejó que las imágenes de aquellos días con Carla comenzaran a revolotear en mi cabeza como un caleidoscopio desenfrenado: fragmentos de risas, caricias y promesas que nunca llegaron a cuajar. Una parte de mí quería aferrarse a esa posibilidad, mientras que otra, más racional, me advertía que no cayera en el juego de Carla.
Justo en ese momento, el tono agudo de mi teléfono interrumpió abruptamente mis cavilaciones, como un disparo en mitad del silencio. La realidad se precipitó de vuelta con toda su crudeza.
El sonido cortó el aire y, con él, la calma de Viola. La niña abrió los ojos de golpe, enormes y asustados, mientras su pequeño cuerpo se estremecía por completo. Fue un cambio instantáneo: del sueño apacible al caos absoluto. Cuando su mirada aterrizó en mí, y no en Carla, su reacción fue inmediata y desgarradora. Un llanto potente brotó de su pecho, un rugido increíblemente fuerte para un cuerpo tan diminuto.
Me quedé paralizado, sintiéndome como un completo idiota. La pregunta más simple del mundo se volvió un dilema monumental: ¿Respondo la llamada o intento calmar al bebé? ¿Qué se suponía que debía hacer? Mis manos temblaban ligeramente al mirar el móvil. Era William. Luego miré a la niña, como si esperara que alguna solución mágica apareciera por arte de magia.
Extendí una mano hacia Viola, dudando, como si mi contacto pudiera ser la solución o empeorar la situación. Y mientras lo hacía, el teléfono dejó de sonar, dejando el llanto de la niña como el único sonido en la habitación. En ese instante, entendí que la llamada podía esperar. Viola no.
La levanté con cuidado y la acuné contra mi pecho. Sus pequeños puños se agitaban en el aire, y su llanto persistía con una determinación sorprendente para alguien tan diminuto. Movía la cabeza de un lado a otro, claramente buscando a Carla, su madre imprudente, como si fuera el único consuelo posible en el mundo. Yo, en cambio, no parecía más que un sustituto defectuoso e insuficiente.
#278 en Otros
#44 en Acción
#900 en Novela romántica
hermanas gemelas, secretos del pasado y mentiras, amor entriga peligro
Editado: 04.02.2025