Irene
Por supuesto que quería creer en un milagro. En la bondad de la gente, en particular. ¿Por qué las buenas acciones no podían ser simplemente buenas acciones y no trampas ocultas, manipulaciones diseñadas para hacerme dudar de mi cordura? Nada en mi vida sucedía porque sí, sin un motivo ulterior o una consecuencia oculta. Aprendí bien estas lecciones a lo largo de los años y, por eso, no iba a aceptar con el corazón abierto el apoyo de nadie, mucho menos de alguien en quien no confiaba por completo.
Porque siempre, al final, todo lo bueno tenía un precio, y era un precio desmedido. Había que pagarlo al triple de su valor, y no siempre en la misma moneda. Sabía esto porque lo había vivido. Cada decisión, cada pequeño favor recibido, terminaba costándome más de lo que podía soportar.
Así que sí, tuve que mentirle a Steve. Decirle que yo no era yo. Fue precisamente por miedo, por el terror a que nos echara a la calle o, peor aún, que me denunciara.
¿En qué estaba pensando? Tal vez lo más fácil habría sido simplemente decirle la verdad. Pero, ¿me creería? ¿Podría confiar en él para entenderlo todo? Ya había cometido suficientes errores, como cuando le pedí al doctor Samuel que pusiera mi nombre en la columna de madre. Fue un momento de pánico, un acto desesperado motivado por el miedo más visceral.
La muerte de mi hermana me asustó muchísimo. En ese instante, lo único que podía pensar era en salvar a Viola, en protegerla de un destino incierto. Sabía muy bien a qué se dedicaba Carla, sabía que estaba jugando con fuego, intentando chantajear al padre de su hija. Pero nunca interferí. No era mi lugar, y mi madre siempre estuvo de su lado. ¿Cómo podría enfrentarme a ambas? Mi madre, con su personalidad imponente, y Carla, con su forma de manipular todo a su favor, eran una fuerza conjunta que no estaba dispuesta a desafiar.
Además, la vida de mi hermana y la mía apenas se cruzaban. Cada una vivía en su propio mundo. Nos veíamos poco, y si lo hacíamos, era por pura obligación familiar, no por un vínculo genuino.
Pero entonces, la noche antes de su muerte, Carla apareció en mi puerta. Estaba inquieta, casi temblando, y me pidió que escondiera un sobre. La petición fue tan simple que no vi motivo para dudar. Solo lo tomé y lo guardé en la mesita de noche, sin pensar nada más al respecto.
Al día siguiente, todo cambió. Mi madre me llamó, gritando histéricamente al teléfono: Carla había sido atropellada por un auto, cerca de mi edificio, donde alquilaba un pequeño apartamento. Corrí al hospital como loca, el miedo y la confusión nublaban mi mente. Todavía puedo escuchar sus últimas palabras resonando en mi cabeza: "Después de todo, hizo lo que prometió".
¿Quién era él? ¿Qué había prometido? Carla no tuvo tiempo de explicarlo. Su vida se apagó y, con ella, se derrumbó mi mundo.
Viola estaba en peligro. Necesitaba cirugía urgente, atención médica constante y cuidados especializados. Era una recién nacida frágil, y después de la muerte de su madre, el sistema burocrático parecía diseñado para arrebatarle cualquier oportunidad de sobrevivir. La demora podía ser fatal.
En ese momento, mi instinto de protegerla superó cualquier duda. Sabía que lo que estaba a punto de hacer era una locura, una decisión cargada de consecuencias. Pero mi mente estaba en piloto automático. Me acerqué al doctor que había realizado la cesárea de Carla y le planteé la idea. Una falsificación. Le pedí que colocara mi nombre en los papeles de Viola, que me reconociera como su madre, por una cantidad de dinero.
¿Qué otra opción tenía? Era eso o permitir que la niña fuera absorbida por un sistema frío e ineficaz que no la veía como una vida valiosa, sino como un número más.
Era consciente de que estaba cruzando una línea, pero en ese momento, las líneas morales y legales se desdibujaron ante la urgencia de la situación. Viola no era solo un bebé; era todo lo que quedaba de Carla, y aunque nuestra relación había sido distante y conflictiva, no podía permitir que su hija pagara el precio de los errores de los adultos. ¿Cómo explicarle todo esto a Steve?
"¿Y por qué pensar en ello ahora?" me repetí, como si las palabras pudieran contener el aluvión de pensamientos que amenazaba con desbordarse en mi mente. "Solo necesito un poco de tiempo para arreglarlo todo. Un día, Steve pedirá el precio de su ayuda, claro que sí. Pero eso será más tarde. Mucho más tarde. Cuando todo esté en orden. Le contaré todo… eventualmente."
La mentira, esa que se aferraba a mi conciencia como una sombra persistente, era un puente que tendría que cruzar algún día. No ahora. No mientras aún tuviera un plan, un resquicio de esperanza.
Me estremecí al escuchar el portazo de la puerta principal, un golpe seco que resonó por todo el apartamento. Steve se fue. De nuevo.
Tal vez debería sentir alivio por su partida, pero no fue así. Se fue irritado, con el ceño fruncido y una energía cargada que dejó el ambiente tenso, como si las paredes mismas pudieran sentirlo.
Su ira, canalizada en ese portazo, asustó a Viola. Su llanto, agudo y desgarrador, golpeó mis nervios ya frágiles como una tormenta que llega sin previo aviso.
—No es nada, querida. Todo estará bien. Pronto viviremos en paz —murmuré, intentando consolarla mientras la acunaba en mis brazos. Su pequeño cuerpo temblaba contra el mío, y el nudo en mi garganta se apretaba aún más.
La llevé a la cocina, enfrié su comida con cuidado y se la ofrecí, tratando de mantener la calma.
—Oh, sí, aún no lo sabes, mi niña —susurré, intentando forzar una sonrisa para ella mientras comía—. Tu madre consiguió un trabajo. Ahora todo irá bien. Todo estará bien.
Lo dije más para convencerme a mí misma que a ella, pero no había forma de ignorar la duda que se colaba entre mis palabras.
El tiempo con Viola pasó como un soplo cálido en medio de un invierno helado. Comimos juntas, la bañé, la cambié de ropa. Jugamos hasta que sus risas llenaron la habitación, borrando por un momento el eco del portazo de Steve. Cada minuto con ella era un bálsamo, un recordatorio de lo que realmente importaba.
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Editado: 04.02.2025