Steve.
—¿Por qué demonios le dije que se quitara el suéter? —me recriminé en voz baja mientras cerraba la puerta de mi oficina de golpe, como si el ruido pudiera borrar la imagen que llevaba clavada en mi mente.
Desde que salimos de mi casa hasta llegar al club, su figura había estado grabada en mi cabeza. Era desconcertante. Había algo en Carla que parecía distinto, casi irreal. ¿Era el tiempo que había pasado? ¿El parto? O tal vez simplemente era mi memoria jugando trucos conmigo. La figura que antes recordaba ahora parecía haber adquirido una forma casi divina. Pero no era solo eso. Había algo en sus ojos, una mezcla extraña de fuerza y vulnerabilidad que me tenía inquieto.
Mis pensamientos no llegaron muy lejos. Viola, con la precisión de un francotirador y la dulzura de un pequeño caos ambulante, me golpeó en la cabeza con su sonajero. No fue tanto el dolor como la brusquedad del momento lo que me hizo regresar a la realidad.
—Nora, ¿tienes hijos? —pregunté, girándome hacia mi secretaria mientras Viola se retorcía inquieta en mis brazos.
Nora me miró con una mezcla de sorpresa y algo que podría describirse como una creciente incredulidad. Sus ojos viajaron de mí a la niña, y luego a la bolsa rosa con patitos que llevaba en la otra mano.
—Sí... —respondió alargando la palabra, como si intentara procesar la escena.
—Perfecto, entonces sabes cómo manejar a los niños —dije con una firmeza que no sentía, pasando Viola a sus manos.
—¡Steve! ¿De dónde sacaste a esta niña? —preguntó finalmente, con las cejas levantadas y una expresión que oscilaba entre la curiosidad y el desconcierto.
—Es la hija de Carla. Se llama Viola. Aquí está todo lo que necesitaras. —respondí mientras dejaba la bolsa sobre su escritorio, con la misma naturalidad con la que habría depositado un expediente.
—¿Carla? ¿De dónde salió ahora? ¿O… la buscaste para reemplazar a Lima? —su tono, mitad acusador, mitad desconcertado, parecía más interesado en la implicación que en los detalles.
Negué con la cabeza, tratando de no mostrar mi creciente irritación.
—No soy tan idiota como para ir a buscarla. Ella misma apareció delante de mi puerta, pidiéndome ayuda.
Omití, por supuesto, la parte en la que Carla insinuó que Viola podía ser mi hija. Ese era un peso que todavía no sabía cómo cargar, y mucho menos compartir.
Nora frunció el ceño, como si intentara encontrar alguna lógica en mi decisión.
—¿Y después de todo lo que hizo, decidiste ayudarla? —preguntó finalmente.
Respiré hondo antes de responder, tratando de mantener la calma.
—Sí. Es Navidad. Además, la niña no tiene la culpa de las decisiones de su madre —respondí con firmeza, dejando claro que no había lugar para cuestionamientos.
—Está bien, pero si crees que me vas a convencer con un discurso navideño, estás loco —refunfuñó, aunque tomó a Viola con un suspiro resignado.
—Gracias, Nora. Sé una buena amiga y cuida de Viola mientras yo trabajo —dije antes de que pudiera cambiar de opinión.
Con la puerta cerrada tras de mí, me dirigí al panel de vigilancia. Encendí las cámaras una por una, dejando que las pantallas cobraran vida. Mi intención original había sido comprobar el trabajo de los decoradores, asegurarme de que todo estuviera perfecto para la gran noche del año. Pero mi atención se desvió rápidamente. Carla.
Allí estaba, conversando con Vera en uno de los pasillos. Las dos se inclinaban hacia adelante, hablando en voz baja, con esa complicidad que siempre habían compartido. Pero nunca habían sido amigas. No en el sentido verdadero de la palabra. En este negocio, la amistad era una ilusión, un recurso más para obtener lo que se quería. Ellas eran cómplices, unidas por secretos y propósitos que casi siempre implicaban sacar ventaja de otros.
Mis ojos se fijaron en Carla, analizando cada uno de sus movimientos. La forma en que inclinaba la cabeza, cómo sus labios se curvaban al hablar, el ligero balanceo de su cuerpo... Todo parecía correcto. Todo parecía ser ella. Pero entonces, algo cambió.
De repente, Carla se dirigió al escenario. Con movimientos decididos, saltó al poste de la pista. Estaba completamente vestida, algo que me hizo fruncir el ceño. La observé deslizarse con fluidez por el tubo, pero algo no encajaba. Toda stripper sabe que la piel desnuda es esencial para mantenerse en el poste. La fricción de la piel contra el metal es lo que permite control y equilibrio. Pero Carla... Carla jamás habría cometido un error tan elemental.
¿Es Irene? ¿León tenía razón todo este tiempo? ¿Esta mujer me estaba engañando?
Mi mente se nubló con preguntas. Si no era Carla, entonces...
Entonces ocurrió algo que congeló mis pensamientos. Carla se detuvo en el suelo, se río de algo con Vera y, de repente, levantó los brazos con precisión. Un giro rápido, un fuete perfecto. Mi corazón dio un vuelco. Carla nunca bailaba ballet. Jamás. Aunque lo estudió en el conservatorio, como afirmo William. Irene trabajaba en una agencia publicitaria y yo pensaba que no sabía bailar así.
La vi continuar, enlazando movimientos con la gracia y la precisión de una bailarina entrenada. Cada paso, cada giro, parecía sacado directamente de un escenario de ballet clásico. Era una transformación completa, como si el error inicial hubiera sido un preludio para algo mucho más calculado.
En ese momento, un llanto agudo rompió el silencio: era Viola. El sonido me atravesó como un recordatorio de la caótica realidad que había dejado al otro lado de la puerta. Al parecer, mi secretaria no estaba manejando la situación tan bien como esperaba.
Me quedé inmóvil por un instante, observando las pantallas, pero incapaz de ignorar el llanto que se colaba bajo la madera de la puerta. ¿Tan difícil podía ser mantener a una niña tranquila? Un suspiro escapó de mis labios, cargado de irritación y algo más, quizás una punzada de culpa por haber delegado una tarea tan ajena a la rutina de Nora.
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Editado: 04.02.2025