Créeme

Capítulo 21: Vuelta al Pasado

Irene

Mientras el auto se detenía frente a la casa de mi madre, sentí como si los meces de frustración y rencores acumulados volvieran a abrirse como una herida. Había venido por el tutú de Carla, pero sabía que este viaje sería mucho más que eso. Era un enfrentamiento con el pasado, con las sombras de una relación que nunca fue justa ni fácil.

No estaba segura de que mi plan funcionara, que podría hacer una actuación aceptable, pero, por primera vez en mucho tiempo, sentí una chispa de determinación. Iba a hacer algo atrevido, algo al estilo de Carla. Necesitaba ese tutú, no solo como parte de mi idea, sino como una forma de mantener viva una parte de ella, aunque solo fuera por un instante.

Sabía que mi madre aún conservaba el tutú de Carla en casa. A pesar de haber vendido casi todos los objetos de valor de mi hermana, incluido su teléfono —que habría sido una herramienta invaluable en mi investigación—, albergaba la esperanza de que no se hubiera atrevido a deshacerse de aquel traje. Venderlo habría sido una blasfemia, una traición imperdonable.

—Espérame en el auto con Viola. No quiero que vea a su abuela en este estado —dije al llegar al edificio que, años atrás, me había resultado tan familiar.

—Está bien, lo entiendo —respondió Steve, aunque sabía que no era posible que comprendiera del todo.

¿Qué podría entender? ¿Que mi madre había sido incapaz de soportar el golpe del destino? ¿Que, al enterarse de la muerte de Carla, algo dentro de ella también había muerto ese mismo día? Ni mis súplicas para que se recompusiera, ni las amenazas de los vecinos, ni siquiera el frágil estado de salud de su nieta lograron despertarla de esa espiral de autodestrucción en la que había caído. Nada la preocupaba ya.

Mientras yo luchaba por la vida de Viola, pasando meses entre hospitales y clínicas, mi madre se hundía más y más en el alcoholismo, ahogando su dolor en cada botella vacía que dejaba a su paso. Lo había perdido todo: su hija preferida, su propósito de volver a los escenarios con ella, y finalmente, su voluntad de vivir.

Al principio, intenté salvarla. Pensé que, si yo era fuerte, si me mantenía a su lado, podría sacarla de ese bache. Incluso me mudé a vivir con ella, creyendo que mi presencia podría hacer alguna diferencia. Pero estaba equivocada. Mamá ya no podía entender nada. No había pasado un solo día sobria desde la tragedia, y cada jornada parecía empeorar la situación.

La casa que alguna vez fue un refugio familiar se había transformado en una guarida lúgubre. Drogadictos locales, alcohólicos y desconocidos de aspecto peligroso iban y venían como si aquel espacio les perteneciera. El aire, que antes olía a comida casera y a los recuerdos de una vida más simple, ahora estaba impregnado del hedor del alcohol, del tabaco barato y de la desesperación.

Era un espectáculo desgarrador, pero para mí era aún peor: era mi madre, la mujer que me había criado y a quien todavía quería salvar, aunque ella ya no quisiera salvarse a sí misma.

Con Viola esperando en el auto junto a Steve, me enfrenté a la puerta de la que alguna vez fue mi casa, pero que ahora se sentía como el umbral hacia un abismo.

—¿Mamá? —grité al entrar.

Esquivando cosas y botellas esparcidas por el suelo, avancé con cautela hacia la habitación donde Carla y yo habíamos crecido juntas. Cada paso era como atravesar un campo de escombros, no solo físicos, sino también emocionales, cargados de recuerdos y resentimientos que nunca se disiparon.

Saqué las llaves de mi bolsillo. Había tenido que instalar una puerta de hierro y varias cerraduras para proteger este rincón de la casa de los intrusos que frecuentaban el lugar, aquellos "huéspedes" inoportunos que mi madre permitía entrar sin cuestionar. Con un chasquido seco, la cerradura cedió y empujé la puerta, enfrentándome al pequeño santuario que había intentado preservar.

Cruzando la habitación, abrí el armario empotrado. Allí, colgada cuidadosamente en una percha, estaba una bolsa para ropa, diseñada especialmente para tutús. Una bolsa que reconocí al instante. No había duda: era el traje de Carla.

Cuando estiré la mano para tomarlo, la voz áspera de mi madre retumbó detrás de mí.

—¡No toques! —rugió, cargada de una furia que me sobresaltó.

Me giré rápidamente, el corazón latiéndome con fuerza en el pecho. Su figura, desgastada y temblorosa, se había materializado en el umbral de la habitación.

—Lo necesito —dije, colgándome la bolsa sobre el hombro y cerrando el armario con firmeza.

Ella dio un paso hacia mí, tambaleándose, con los ojos brillando de rabia y algo más profundo: un dolor no resuelto.

—¡Déjalo! —gritó, extendiendo una mano para arrancarme la bolsa—. ¡No es tuyo!

—Mamá, entiende… necesito este traje —intenté razonar, aunque mi voz ya estaba teñida de impaciencia. – Es por Carla.

—¡No eres digna! —espetó, aferrándose a la bolsa como si de su propia vida se tratara—. ¡Nunca serás como ella! ¡No eres nadie!

Sus palabras me atravesaron como cuchillos, avivando una herida que nunca había terminado de sanar. Sentí que el calor de la ira y la impotencia subía desde mi pecho hasta mi garganta.

—¡Sé que nunca te has cansado de repetir eso toda mi vida! —grité, perdiendo por completo la calma—. ¡Carla ya no está, mamá! ¡Ella murió!

El silencio que siguió fue tan denso que me costaba respirar. Sus manos, que todavía sostenían la bolsa con fuerza, temblaron ante mis palabras, pero sus ojos seguían fijos en los míos, cargados de una mezcla de incredulidad y desafío.

—¡Pero yo estoy viva! —continué, mi voz quebrándose por la rabia y el dolor acumulado—. ¡Viola está viva! Yo también soy tu hija, mamá, pero nunca te ha importado nada más que tu magnífica Carla.

Por un instante, vi algo cambiar en su mirada. Una chispa de vulnerabilidad, quizás arrepentimiento, pero desapareció tan rápido como había llegado.




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