Créeme

Capítulo 22. Renacer en puntas.

Irene.

—Llamé a William, y nos invitaron a almorzar —dijo Steve mientras giraba la llave y arrancaba el motor del coche.

—¿William? ¿Para qué? —pregunté, desconcertada por el nombre.

Steve me lanzó una rápida mirada antes de responder, como si estuviera eligiendo cuidadosamente sus palabras.

—En primer lugar, ya es la hora de comer. Y en segundo lugar... —hizo una pausa, como si estuviera buscando una forma de suavizar lo que estaba a punto de decir—. Estaba pensando que el club no es un lugar para una niña. Ahora mismo hay mucho ruido, alboroto... Nora debería concentrarse en sus propios asuntos, no en cuidar a Viola.

Sentí un leve pinchazo de irritación, pero antes de que pudiera decir algo, continuó:

—Además, tú también querías entrenar. Así que pensé que la esposa de William podría cuidar de Viola por un rato, y después iríamos a recogerla.

—Bien —dije finalmente, aunque la idea de dejar a mi hija con desconocidos no me entusiasmaba en absoluto.

Cuando llegamos a la casa, mis dudas comenzaron a disiparse rápidamente. William resultó ser el jefe de seguridad del club, un hombre de aspecto imponente, pero con una sonrisa cálida que contradecía su apariencia severa. Su esposa, Marie, era todo lo que yo no esperaba: dulce, amable y tan maternal que Viola, que normalmente era reservada con extraños, le tendió los brazos de inmediato.

—¡Qué hermosa niña! —exclamó Marie, tomándola en sus brazos con naturalidad, como si Viola hubiera sido parte de su familia desde siempre.

Sus dos hijos, inicialmente ruidosos y alborotados, se calmaron de inmediato al ver a la nueva invitada. Observaban a Viola con una mezcla de curiosidad y timidez que me resultó enternecedora. En cuestión de minutos, ya estaban mostrándole sus juguetes y discutiendo sobre cuál sería el primero en enseñarle a construir algo con bloques de colores.

Mientras veía a Viola integrada en ese ambiente acogedor, algo dentro de mí comenzó a relajarse. Tras la visita a la casa de mi madre, donde el resentimiento y la desesperanza parecían haberse incrustado en las paredes, este lugar era como un oasis.

La amargura que había llevado conmigo desde aquella escena con mamá comenzó a disiparse en compañía de estas personas. Era un hogar lleno de risas, pequeños caos y una calidez palpable, exactamente como siempre había imaginado que sería una familia normal. No como la mía, que siempre había estado marcada por la ausencia y el dolor.

—Lo siento, chicos, pero no podré almorzar con ustedes —dijo Steve de repente, guardando su teléfono con una expresión de disculpa—. Tengo que ir a otra ciudad para resolver un problema con el restaurante.

Hizo una pausa y miró a William.

—¿Puedes llevar a Carla después?

—Sin problema —respondió William con tranquilidad, aunque su tono dejaba entrever algo de frustración—. Pero ya te lo dije antes, Santi no está cumpliendo con su puesto. Tienes que buscar a alguien más.

Steve suspiró, frotándose la frente como si el comentario de su amigo confirmara algo que prefería no abordar en ese momento.

—Está bien, lo pensaré después de la fiesta —dijo con un gesto vago antes de marcharse rápidamente.

El resto del almuerzo transcurrió sin la presencia de Steve, pero la conversación con William y Marie fue lo suficientemente amena como para aliviar cualquier incomodidad. Después de comer, me tomé un momento para explicarle a Marie todos los cuidados necesarios para Viola. Su atención y paciencia me tranquilizaron; era evidente que sabía perfectamente cómo manejar a los niños.

—No te preocupes por nada —me aseguró Marie con una sonrisa cálida—. Viola está en buenas manos.

Asentí, agradecida, y después de despedirme de ella y de los niños, William me llevó de regreso al club. Al llegar al club, me bastó un vistazo para notar que Lila ya no estaba. En su lugar, Vera dominaba el escenario, y lo hacía con una destreza que me dejó impresionada, incluso intimidada. Giraba, ascendía y descendía con una facilidad casi sobrehumana, como si sus movimientos desafiaron la gravedad misma. La seguridad y fluidez con las que se movía me hicieron tragar saliva. “¡Nunca podré hacer eso!”, - pensé, sintiendo un nudo de inseguridad apretándose en mi pecho.

Sin embargo, en lugar de dejarme consumir por el miedo, opté por observarla con atención. Seguía cada uno de sus movimientos con la mirada, analizando meticulosamente cómo colocaba los brazos, la distancia precisa entre sus piernas en cada salto, la manera en que marcaba las posiciones. Era cuestión de técnica, sí, pero una técnica que yo desconocía por completo.

Intenté grabar cada detalle en mi memoria, cada entrada y salida de las posiciones, consciente de que necesitaría todo ese conocimiento para lo que me proponía. Sabía que mi única ventaja era mi disciplina, la misma que Carla había perfeccionado en sus años de ballet.

Cuando Vera terminó su entrenamiento, aproveché para acercarme al vestuario. Quería hablar con ella. Quizás, solo quizás, sus palabras podrían tranquilizarme.

—Lo harás muy bien —le dije con sinceridad.

Ella me miró, divertida, mientras secaba el sudor de su frente con una toalla.

—¡Ni en sueños! Todavía estoy lejos de ti —respondió, dejando escapar una risa ligera que no supe si interpretar como un halago o una broma.

Fue entonces cuando notó la bolsa que llevaba conmigo, colgada del hombro.

—¿Y eso qué es? —preguntó, señalándola con curiosidad.

Respiré hondo antes de responder, sintiendo una mezcla de orgullo y vulnerabilidad.

—Es mi tutú. Lo usé cuando hice mi examen en el conservatorio. —Mantuve la mirada en la bolsa mientras hablaba, como si temiera que Vera pudiera ver a través de mí y descubrir que el traje no era realmente mío. Pero me obligué a seguir con mi mentira—. Quiero hacer un baile... un poco diferente.

Vera arqueó una ceja, interesada.




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