Créeme

Capítulo 25. ¿Estoy perdiéndome?

Irene

—No eras tú ahí. Al menos, no la Carla que conocía —dijo Steve, con un tono grave y pausado, mientras asentía hacia el pilón del escenario y se acercaba lentamente a mí. Sus pasos eran firmes, deliberados, y cada uno resonaba como un eco en mi pecho.

Me tensé de inmediato. Apreté con más fuerza el traje negro de mi hermana contra mi pecho, como si fuera un escudo capaz de protegerme de algo que no alcanzaba a comprender del todo.

Había algo en su mirada, en la forma en que me observaba, que me hacía sentir desnuda, vulnerable. Aunque realmente así estaba delante de él. Pero era algo más en su mirada, como si pudiera ver algo en mí que ni yo misma entendía. La certeza en su voz me inquietaba, pero lo que realmente me aterraba era que sentía que tenía razón. Que en ese escenario no había sido yo. O al menos, no la Irene que creía ser.

Una duda fría y punzante se instaló en mi mente: ¿Estoy perdiéndome? Porque, por un momento, frente a mí no estaba el Steve vulnerable que conocía, sino alguien más astuto, más sabio, alguien que podía desenmascararme con una sola palabra.

—Tal vez es porque nunca me has visto realmente —tartamudeé, con la voz quebrándose mientras intentaba mantener una fachada que ni yo misma creía.

Él no respondió de inmediato. Sus ojos seguían fijos en mí, y cada segundo de su atención pesaba más, como si cargara una montaña sobre mis hombros. Sentí un calor extraño que empezaba en mi pecho y se extendía por mi cuello y mis mejillas. No sabía si era rabia, vergüenza o algo mucho más peligroso.

Mis pensamientos comenzaron a desbordarse. Fragmentados, absurdos.

¿A dónde está mirando? ¿A mis labios? No puede ser. No puede ser, ¿verdad?

El aire se volvió más denso, más pesado, mientras mi mente gritaba una señal de alarma. Quería correr, quería gritar, quería detener el tiempo. Pero algo oscuro y visceral me mantenía inmóvil. Algo que no era Irene.

El amargo olor de su perfume mezclado con el sudor de la noche me envolvió como una niebla, nublándome la cabeza. Todo se volvió irreal, como si estuviera flotando fuera de mi cuerpo. No entendí cómo ocurrió, pero de pronto sus labios estaban sobre los míos. Y yo no retrocedí.

No lo esperaba. No lo buscaba. No lo quería. Pero en ese momento, no era Irene. En ese instante, yo era Carla.

Era Carla quien respondía a ese beso con una pasión descarada, Carla quien se apretaba contra él, Carla quien jugaba con su lengua sin pudor, como si hubiera olvidado cualquier noción de vergüenza o decoro. Yo era solo una espectadora atrapada en un cuerpo que ya no me pertenecía.

Ese pensamiento me golpeó como un rayo. El miedo me atravesó y, con una brusquedad que ni siquiera sabía que tenía, me aparté de sus labios y lo empujé con fuerza.

—Lo siento, no puedo —susurré, mi voz quebrada, cargada de caos y confusión. Antes de que él pudiera reaccionar, me di la vuelta y corrí hacia el vestuario. Cerré la puerta de un golpe y eché el cerrojo con manos temblorosas.

—¡Carla! ¿Qué ha pasado? Carla, abre la puerta. Hablemos. —La voz de Steve me perseguía, amortiguada por la madera, mientras sus golpes suaves insistían en hacerme enfrentar lo que acababa de ocurrir.

—Déjame en paz. Vete. – grité y me escondí en uno de los armarios abiertos, encogiéndome entre los trajes colgados, mientras los sollozos se apoderaban de mí.

Dentro de estas paredes, Irene había desaparecido. Irene nunca habría subido al escenario, nunca habría dejado caer su ropa frente a extraños, nunca habría besado a Steve. Pero Carla sí. Carla lo haría sin titubear.

—¡Todo es culpa de Carla! —susurré entre dientes, abrazándome las rodillas mientras las lágrimas caían incontrolables—. ¿Qué me está pasando?

La intensidad de mis emociones era insoportable. La rabia, el miedo, la confusión, todo me arrasaba como un torrente que no podía detener. Sentí que algo dentro de mí se había roto, que estaba perdiendo el control de quién era, de quién había sido siempre.

Con un arranque de furia, me levanté bruscamente y comencé a arrancarme las zapatillas de punta. Cada lazo que deshacía se sentía como una pequeña victoria contra el hechizo que Carla había lanzado sobre mí. Después, me quité febrilmente el traje negro, dejándolo caer al suelo como si quemara.

Con manos temblorosas, me puse mis jeans, un suéter y mis viejas zapatillas, buscando desesperadamente regresar a ser Irene. A ser yo. A romper el hechizo de mi hermana, a recuperar lo que ella me estaba robando.

Pero incluso con mi ropa puesta, el alivio no llegó. A pesar de todo, Carla seguía ahí, latente, respirando en mi nuca, burlándose de mi fragilidad.

No sé cuánto tiempo pasé encogida en el armario, rogando por algo, ni siquiera sabía qué. Mis pensamientos venían y se iban, rápidos y fugaces: No debería estar aquí. No debería haber besado a Steve. No debería ser Carla. Pero no encontraba respuestas, solo el abismo creciente en mi mente.

No me di cuenta de cuándo las lágrimas dejaron de fluir o de cuánto tiempo había pasado hasta que escuché los golpes en la puerta. Esta vez no era Steve.

—¡Carla, abre! Soy William.

Su voz era firme, pero no dura, como si tratara de apelar a mi razón, como si supiera que algo andaba mal.

Respiré hondo, tratando de recuperar al menos un fragmento de control sobre mí misma, y me limpié las mejillas con manos temblorosas.

Soy Irene. Soy Irene, repetí en mi mente como un mantra mientras me levantaba para abrir la puerta.

Cuando lo vi, parecía tan tranquilo, tan estable, que por un segundo sentí que podía desmoronarme otra vez. Antes de que pudiera decir algo, él ya había entrado al vestuario, cerrando la puerta detrás de sí.

—¿Qué has hecho ahora? —preguntó, con una mezcla de preocupación y cansancio en su mirada—. Steve está furioso.

Yo intenté hablar, pero mi voz se quebró.




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