Irene.
La tranquilidad de la tarde fue interrumpida, el sonido estridente de mi teléfono rompió el idilio. Saqué el móvil con manos temblorosas, anticipando una nueva ola de desgracias. Era doña Ana, la vecina de mi madre.
—¡Irene, cariño, ha pasado algo malo! —dijo con voz apresurada.
El escalofrío que recorrió mi espalda me dejó helada.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, sintiendo un nudo en la garganta.
—Tu madre… mató a uno de sus compañeros de bebida. Está en la comisaría.
Las palabras me golpearon como un mazazo.
—¡Dios mío! —jadeé. Mis piernas cedieron, y terminé sentada en el suelo.
—Los vecinos llamaron a la policía. Cuando llegaron, encontraron un cadáver en su piso. Tienes que venir.
—Sí… claro, voy enseguida.
Colgué el teléfono y me quedé paralizada. María se acercó rápidamente, arrodillándose a mi lado.
—¿Qué ha pasado?
La miré, con lágrimas en los ojos. Apenas podía articular las palabras.
—Mi madre… está en la comisaría. Dicen que mató a alguien.
El silencio que siguió fue aterrador. Mi vida, ya caótica y llena de peligro, acababa de complicarse aún más, gracias a mi madre.
—Tengo que ir a la comisaría ahora mismo —dije finalmente, rompiendo el silencio. Mi voz temblaba, pero había una determinación inquebrantable en ella.
Marie frunció el ceño, pero me ayudó a levantarme, mientras me miraba con preocupación.
—¿Estás segura de que es buena idea? —preguntó, claramente dudosa—. La niñera acaba de marchar, no tengo a nadie con quien dejar a los niños. Espera, ¿cuándo vuelve William?
—No puedo esperar, tampoco sé cuándo vuelva.
—No creo que sea prudente que vayas sola, Irene. —dijo Marie con preocupación, ya clarividente. — ¿Te olvidaste de lo que pasó por la mañana?
—No. No me olvidé, pero es mi madre —respondí, casi cortando sus palabras. Sentía un nudo en la garganta que apenas me dejaba hablar—. Si no voy yo, ¿quién lo hará?
—Irene, entiendo que quieras ayudarla, pero esto podría ser peligroso. —habló con su habitual tono de calma autoritaria—. No sabemos exactamente lo que ha pasado. Si alguien murió en su piso, puede haber más implicados.
—No me importa. —Mi respuesta salió más brusca de lo que pretendía, pero no me retracté—. Es mi madre, Marie. Puedo manejarlo.
Ella me miró fijamente, evaluando mi resolución, y luego suspiró profundamente.
—Entonces no irás sola —dijo con firmeza.
—No quiero arrastrarlos a esto —protesté, sabiendo que no era su problema. – Soy como el imán para los problemas.
Marie se acercó y puso una mano en mi hombro. Su expresión era más suave, pero igual de firme que la de su esposo.
—Irene, no es cuestión de arrastrarnos o no. Es cuestión de seguridad. No puedes enfrentarte a algo así sola.
Quise responder, pero no tenía fuerzas para discutir. Sabía que tenían razón, aunque la sensación de dependencia me irritaba. Aun así, asentí, aceptando su compañía a regañadientes.
—Bien. Yo visto a los míos y tú prepara a Viola —dijo Marie, caminando hacia otra habitación para recoger sus cosas.
Me di cuenta de que Marie tenía razón. Nadie en su sano juicio se atrevería a atacar a una mujer rodeada de tres niños y una amiga. No sería solo un acto cobarde; provocaría algo mucho peor que conmoción: un escándalo desbordante, imposible de ignorar. La presencia de esos pequeños testigos convertía cualquier amenaza en un riesgo demasiado grande incluso para el más temerario.
Cuando vestí a Viola y salimos al pasillo, me encontré con mi peculiar “escuadrón de guardaespaldas” ya en posición. Allí estaban dos muchachos, alineados con solemnidad, armados hasta los dientes… con espadas de juguete y una determinación tan seria que me arrancó una sonrisa inevitable.
—Con tanta seguridad, no tengo miedo de nada —bromeé entre risas, aunque una calidez inesperada me invadió por dentro.
Pero no era solo la risa. Era algo más profundo, un nudo en el pecho que se aflojaba poco a poco. Sentía un agradecimiento inmenso hacia Marie. No solo por su compañía, sino porque, sin saberlo, se había convertido en un ancla en medio del caos. En ese momento, necesitaba a una amiga como al aire mismo, y ella estaba ahí. Algo que nunca tuve por culpa de Carla.
Mi hermana siempre había sido una presencia abrumadora, absorbente, como una sombra que se pegaba a la piel hasta que te olvidabas de tu propia forma. Me quitó todas las amigas que tuve, me dejó sin voluntad de pelea, modelando mi existencia a su antojo, sin dejar espacio para que floreciera algo propio. Incluso en la universidad, lejos de ella, no logré conectar con nadie de forma lo suficientemente profunda como para llamarla amiga. Carla seguía allí, invisible pero presente, marcando mis límites incluso desde la distancia.
Y ahora, tras su muerte, me enfrentaba a una paradoja cruel: su ausencia me había dado lo que su presencia siempre me negó. Libertad. Independencia. Fuerza. No porque ya no estuviera, sino porque por fin podía respirar sin el peso de su sombra sobre mí. Y en ese respiro, Marie apareció como una luz tenue pero firme, mostrándome que, tal vez, era posible reconstruirme desde los pedazos que Carla nunca pudo controlar.
Cuando llegamos a la comisaría, el edificio tenía un aire lúgubre bajo la tenue luz de la noche. Bajé del coche rápidamente, sintiendo que cada segundo contaba.
—Marie, creo que mejor sería que te quedes en el coche con los niños. Aquí en la comisaría no me va a pasar nada.
—Está bien, te esperaremos aquí. Por cierto, voy a llamar a un buen abogado, es un buen amigo de Steve y William —ofreció ella y tomó el teléfono.
En la recepción, una oficial de policía me miró con curiosidad mientras me acercaba al mostrador.
—Buenas noches. Estoy aquí por mi madre, Cecilia Blanco. Me dijeron que está detenida. —Mi voz sonaba más segura de lo que me sentía, pero mis manos temblaban.
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hermanas gemelas, secretos del pasado y mentiras, amor entriga peligro
Editado: 04.02.2025