Irene.
No podía creer que fuera posible sentirme aún más repugnante después de las palabras de mi madre. Parecía que este era el borde, el límite de lo que podía soportar. Lo que realmente me impactó fue que ella ya me había contado todo esto antes. Ella lo dijo, pero yo lo atribuí a la intoxicación alcohólica y al delirio de una mente nublada. Seguía buscando excusas para ella... como siempre. Igual que en la infancia.
Papá me metió en la cabeza que Carla necesitaba más a su madre. No podía recordarlo con claridad porque solo tenía dos o tres años en ese momento, pero por alguna razón lo recordé y lo entendí. En realidad, así fue. Mi hermana nació muy débil por mi "culpa". Por alguna razón desconocida, en el vientre de mi madre yo crecía, robándole más de lo que me correspondía a Carla. Así que yo nací sin problemas, pero ella... incluso dijeron que podía morir. Al final, mi padre me trajo a casa sola. Mamá y Carla permanecieron en el hospital un mes más mientras mi hermana ganaba peso, aunque estuvieron entrando y saliendo de hospitales y clínicas durante los siguientes seis años. Fue probablemente entonces cuando dejé de existir para mi madre.
Pero yo tenía un padre, siempre sin afeitar y cansado, pero con amables ojos azules. Mi mundo dependía de él hasta que, debido al descuido de los médicos, murió de peritonitis. Entonces mamá me reprendió con una furia que quemaba. Dijo que era mi culpa, que si no lo hubiera obligado a ir al cine conmigo, nada habría pasado. Yo tenía seis años entonces. No entendía de qué me acusaban. Me sentía herida y sola, pero luego me pareció que, si era como Carla, entonces llegaría a ser muy necesaria e importante para ella. Por eso, desde pequeña, no he sido yo misma: era un simple complemento conveniente para mi madre y Carla, nada más. Pero me equivoqué. No pude ser como Carla, ni ganar el amor de mi madre.
Extrañé mucho a mi padre. Mi abuela, la madre de él, era otra ancla para mí. Me ayudaba, me visitaba una vez por semana. Pero sus visitas también eran dolorosas. Ella se iba, y yo volvía a ser una carga, una molestia, siempre esperando algo, exigiendo, rogando por atención.
Ingenuamente esperaba que, cuando Carla finalmente se recuperara, algo cambiaría en mi familia, pero para mí, mi madre ya no estaba. No importaba lo que hiciera una niña: el cuidado, la atención y el amor se destinaban a otra.
De repente, en mi cabeza empezaron a surgir escenas de mi infancia:
—¿Tienes hambre? Tragona de siempre. Espera hasta que vuelva Carla. —¿Sacaste buenas notas? Desgraciada, ¿por qué no pudiste ayudar a tu hermana con sus tareas? —¿Quieres aprender a dibujar? No. Carla necesita fortalecer su esqueleto, así que ambas vais a bailar en mi estudio. —¿Qué vestido? No hay dinero. Carla necesita pagar un nuevo tutú antes de ingresar al conservatorio. De todas formas, tú no sirves para nada. Así que no vengas con tus chorradas.
Era un inventario de rechazos, de momentos grabados en la piel como cicatrices invisibles. Estaba avergonzada. Parece que no hice nada, no pude influir en nada a esa edad, pero aún me daba vergüenza siquiera pensar en ello, y mucho menos contárselo a alguien. ¿Y quién necesita saber todo esto? Ese vacío, ese agujero en el pecho, nunca se llenó. Porque no es la falta de logros lo que duele, sino la ausencia de una mirada que te vea de verdad, de unos brazos que te abracen porque sí, sin razón ni condición. Nunca tuve una madre, solo una figura que repartía su amor en una sola dirección, dejando en mí el eco de una carencia imposible de acallar.
Sin embargo, a pesar de todo, de las cicatrices invisibles y del claro rechazo, una parte de mí sentía que debía intentar salvar a mi madre. No por ella, quizás, sino por mí misma. Tal vez porque en el fondo, muy en el fondo, aún quedaba una esperanza infantil de que, si hacía lo correcto, podría llenar ese vacío. No esperaba gratitud, ni amor, ni redención, pero necesitaba saber que, a pesar de todo el dolor, yo era capaz de algo más que resentimiento. Que podía elegir no ser el reflejo de su indiferencia, sino alguien que, aunque herido, aún podía tender una mano.
No sé cuánto tiempo estaba yo sentada en la comisaría, dando las vueltas en mi cabeza, de repente escuche:
—Realmente me compadezco de usted —dijo una voz por encima de mi cabeza, interrumpiendo mis pensamientos oscuros. Su tono era suave, pero había un matiz de condescendencia que me puso en alerta—. En realidad, es difícil ver a su madre así, pero usted puede salvar su propia vida.
Levanté la vista, parpadeando para disipar las lágrimas, y me encontré con un hombre de unos cincuenta años. La luz blanca de la comisaría reflejaba el brillo pulido de sus zapatos. Estaba impecablemente vestido con un traje oscuro que parecía hecho a medida. Su porte era elegante, pero su sonrisa, demasiado precisa, no alcanzaba a calentar sus ojos.
—¿Qué? —pregunté, porque era incapaz de comprender el sentido de sus palabras.
El hombre sonrió ligeramente, como si mi confusión le resultara entretenida.
—Disculpe, olvidé presentarme. Albert Virchow, abogado —dijo, extendiéndome una tarjeta de presentación con un movimiento preciso y medido.
Tomé la tarjeta sin apartar la vista de él, el nombre grabado en letras doradas brillaba bajo la tenue luz de la comisaría.
—¿Defensor? —pregunté, recordando de repente que Marie había mencionado que llamaría a un abogado. Mi corazón se aceleró con una chispa de esperanza—. ¿Va a ayudarla?
Albert Virchow asintió, pero su sonrisa se curvó en algo muy frío.
—Por supuesto, si acepta algunas de las condiciones de mi cliente —respondió con voz melosa, extendiendo una mano en un gesto que parecía más una invitación a un juego peligroso que un acto de cortesía.
—¿Su cliente? —pregunté, frunciendo el ceño, pero aun así le tendí la mano con cautela—. Esperaba que su cliente fuéramos mi madre y yo.
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hermanas gemelas, secretos del pasado y mentiras, amor entriga peligro
Editado: 09.03.2025