Irene.
Me puse de pie lentamente, con las piernas aún temblorosas. Lo seguí a Virchow hasta la salida, el aire nocturno golpeándome el rostro como un recordatorio de la realidad. Nos dirigimos hacia un coche de lujo aparcado cerca. El vehículo, con sus ventanas tintadas y su brillo impecable, parecía un depredador agazapado.
El miedo de la mañana regresó de repente, helándome la sangre. Me detuve en seco, retrocediendo instintivamente un par de pasos.
—No subiré al coche —dije con firmeza, con una mirada desesperada buscando el coche de Marie.
Allí estaba, a unos metros de distancia. Marie, al verme, salió rápidamente del vehículo. Su rostro tenso reflejaba la preocupación. Se acercó con pasos decididos.
Virchow levantó una mano en un gesto conciliador con una sonrisa que parece nunca abandonaba su rostro.
—Le aseguro que no corre ningún peligro —dijo, su voz cargada de una falsa amabilidad—. Es solo que mi cliente prefiere discutir ciertos asuntos en privado. El tema es delicado y requiere discreción.
Miré el coche de nuevo, sus ventanas oscuras me impedían ver quién estaba dentro. Mi mente se debatía entre la lógica y el instinto. No parecía haber un peligro inminente, especialmente con Marie cerca. Además, la posibilidad de que esa persona pudiera ayudar a mi madre era un anzuelo imposible de ignorar.
Tragué saliva, sintiendo el peso de la decisión. Sabía que podría arrepentirme, pero el dolor de ver a mi madre en ese sitio me hacía vulnerable.
—Marie, está bien —grité, agitándole la mano para que no se acercara más—. Quédate con los niños.
Marie dudó, pero finalmente asintió lentamente y regresó al coche.
Me quedé sola frente a la puerta del vehículo de lujo. Respiré hondo, intentando calmar el temblor de mis manos, pero el aire parecía pesar tanto como el miedo que me oprimía el pecho.
Después de una pausa breve, sopesando los riesgos, empujada por una mezcla de desesperación y una curiosidad que dolía, abrí la puerta y me hundí en el asiento trasero. El clic de la puerta al cerrarse resonó en mi mente como un disparo seco, un eco de advertencia que no quería escuchar.
El interior del coche olía a cuero caro y a un perfume amaderado, denso, con un matiz metálico que me resultaba extrañamente familiar. La tenue luz del alumbrado público apenas rozaba el rostro del hombre sentado frente a mí, pero bastó un instante para que su silueta se definiera con una nitidez que helaba.
—Irene —dijo con una voz profunda y serena, cargada de una autoridad que no necesitaba alzarse para imponer su peso—. Finalmente nos conocemos.
Su rostro emergió de las sombras: elegante, impecable, con unos ojos grises que parecían diseccionar más que mirar. Eran los mismos ojos de Steve, pero despojados de calidez, pulidos por la frialdad de los años y el poder.
—¿Usted es el padre de Steve? —pregunté, mi voz vibrando entre la desconfianza y un miedo que se disfrazaba de curiosidad.
—Así es —confirmó con un leve gesto de la cabeza. Su sonrisa fue un simple acto reflejo, una mueca que no alcanzaba a contagiarse a sus ojos—. Me llamo Samuel.
Guardé silencio un segundo, intentando procesar lo que estaba ocurriendo. Fue asombroso, casi perturbador, cómo su padre, a diferencia del propio Steve, vio a través de mí sin esfuerzo. No necesitó gestos forzados ni palabras torpes; bastó una sola mirada para despojarme de la máscara de Carla. Con él, el disfraz se deshacía solo.
Y esa certeza me asustó más que cualquier amenaza física. Porque, frente a Samuel, no había dónde esconderme.
—¿Qué quiere de mí? —susurré, incapaz de disimular el temblor en mi voz.
Él entrelazó los dedos, apoyándolos sobre su rodilla con la parsimonia de quien tiene todo el tiempo del mundo.
—Personalmente, usted me resulta irrelevante. Pero hay intereses que podrían verse afectados si su pequeña aventura se convierte en un escándalo público.
Un escalofrío me recorrió la espalda, como si sus palabras fueran una corriente helada deslizándose por mi columna.
—¿Viola? ¿Es hija de Steve? —pregunté, la pregunta escapándose antes de poder detenerla.
Samuel sonrió de nuevo, esta vez con un matiz de condescendencia casi insultante.
—No. Esa niña no me interesa en lo absoluto. Si su hermana hubiera tenido un poco más de inteligencia, habría resuelto el problema a tiempo.
Su crueldad fue un golpe seco en el estómago. Fruncí el ceño, sintiendo cómo la ansiedad se mezclaba con un enojo amargo, espeso.
—¿Fue usted quien la mató? —escapé en un susurro que apenas reconocí como mío, llevándome la mano a la boca al instante, horrorizada por mis propias palabras.
Samuel inclinó la cabeza ligeramente, como si disfrutara de mi reacción.
—No me malinterprete, nunca he dicho eso.
—Entonces…
—Simplemente necesito asegurarme de que usted desaparezca de la vida de Steve para siempre. Ha estado tomando decisiones... motivadas por lo que su hermana no pudo conseguir. Y eso me incomoda.
Mi corazón latía con fuerza, un tamborileo frenético que competía con la confusión y la rabia en mi pecho.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?
Samuel rió, una risa breve, vacía, carente de cualquier rastro de humor.
—¡Todo! Usted se metió en su vida, interpretando un papel que ni siquiera le pertenece, y ahora pretende arrastrar a Steve a este... teatro patético con la niña.
—Viola podría ser su hija. Estamos esperando los resultados de la prueba de paternidad.
Samuel suspiró, fastidiado, como si esa posibilidad no fuera más que una molestia menor en su agenda perfectamente organizada.
—Le ofrezco un trato, Irene. Tengo los recursos para sacar a su madre de su pequeño problema. Puedo hacer que su caso desaparezca como si nunca hubiera existido. A cambio, usted desaparecerá de la vida de Steve. Para siempre.
—¿Y si me niego? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
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hermanas gemelas, secretos del pasado y mentiras, amor entriga peligro
Editado: 09.03.2025