Steve.
Subí las escaleras de dos en dos, impulsado por una mezcla de ansiedad y frustración que me ardía en el pecho. Apenas llegué al pasillo, pregunté apresuradamente por la oficina del Dr. Marco Rubio. Sin detenerme a pensar, abrí la puerta de golpe, sin la más mínima cortesía de llamar antes de entrar.
—Steve, por favor, sal. ¿No ves que estoy ocupado? —gruñó Marco con evidente molestia.
Solo entonces noté a la mujer sentada frente a su escritorio, visiblemente incómoda, con el rostro enrojecido por la vergüenza. La incomodidad me golpeó de inmediato, como una bofetada de realidad que me hizo retroceder torpemente hacia el pasillo, murmurando una disculpa que se perdió en el aire. Cerré la puerta tras de mí y me dejé caer en una de las sillas de plástico alineadas contra la pared.
El pasillo olía a desinfectante y tenía esa luz blanca y fría que parecía amplificar el vacío de los espacios impersonales. No tenía nada mejor que hacer mientras esperaba, así que saqué la hoja con los resultados de la prueba de paternidad y la desplegué sobre mis rodillas. Mis ojos recorrieron el papel una y otra vez, buscando un sentido a la locura que planeaba hacer.
Cuando llegué a la sección de los marcadores genéticos, algo me hizo fruncir el ceño. En casi todas las comparaciones aparecía un 50 % de coincidencia. ¿Qué demonios significaba eso? No tenía formación médica ni idea de genética, pero incluso con mi ignorancia en estos temas, esa proporción me parecía extrañamente significativa. No era el tipo de coincidencia aleatoria que uno esperaría en un resultado negativo.
Una inquietud sorda empezó a apoderarse de mí, una sensación de que algo no encajaba del todo. ¿Podía ser un error? ¿Un fallo en el laboratorio? Mi mente intentaba encontrar una explicación lógica, pero solo conseguía cavar un agujero más profundo en mi confusión.
En ese momento, la puerta de la consulta se abrió suavemente. La mujer salió, ahora con una expresión más relajada, y al pasar junto a mí me dedicó una leve sonrisa.
—El Dr. Rubio lo está esperando —dijo con amabilidad, como si el incómodo encuentro de antes nunca hubiera ocurrido.
Me levanté de un salto, arrugando el papel en mi mano sin darme cuenta. Crucé la puerta con una mezcla de urgencia y nerviosismo, sintiendo que las respuestas que tanto necesitaba estaban a solo unos pasos, aunque temía que no me gustaran en absoluto.
Cerré la puerta tras de mí y me quedé de pie unos segundos, observando a Marco Rubio, que no se molestó en disimular su fastidio. Estaba sentado detrás de su escritorio impecablemente ordenado, con una carpeta abierta frente a él y sus gafas descansando al borde de la nariz.
—Siéntate —dijo secamente, señalando la silla frente a su escritorio.
Me dejé caer en el asiento, aún con el papel arrugado en la mano. Mi mente bullía de preguntas, pero lo primero que salió de mi boca fue directo y sin rodeos:
—¿Es un error? —Extendí la hoja de resultados sobre el escritorio, señalando con el dedo los marcadores genéticos.
Marco suspiró, se quitó las gafas y las dejó con cuidado sobre la mesa. Se inclinó hacia adelante para examinar el documento, aunque estaba claro que ya sabía de qué se trataba.
—Steve, no hay ningún error aquí. Te lo aseguro. Nuestro laboratorio tiene protocolos muy estrictos, y los resultados se verifican varias veces antes de ser entregados.
Su tono era firme, casi impaciente, pero detrás de esa fachada profesional había un atisbo de curiosidad, como si ya hubiera anticipado mi reacción.
—Entonces, necesito que hagas otro resultado, el positivo —dije, apoyándome en el borde del escritorio de Marco. La luz blanca y fría del consultorio se reflejaba en sus gafas.
—¿Qué? —levantó la vista de la computadora y se puso las gafas.
—Sí, Marco. Me hace falta una prueba positiva —dije, manteniendo la voz baja pero firme. No era una petición, era una orden disfrazada de favor.
Marco tosió y frunció el ceño, formando una línea tensa en su frente.
—Steve, esto no es un simple favor. Estás hablando de falsificar resultados oficiales. Es ilegal. Podría perder mi licencia.
Me incliné hacia él, apoyando las palmas sobre su escritorio. Sentía la presión latiendo en mis sienes, un eco constante que me recordaba por qué estaba allí.
—Nadie se enterará. No voy a presentarlo en las instituciones estatales.
Marco soltó un suspiro, dejando caer el bolígrafo que sostenía. Se recostó en su silla, cruzando los brazos con un gesto que intentaba mostrar autoridad, aunque sus ojos delataban la duda.
—¿Para qué? Normalmente me piden lo contrario.
No respondí de inmediato. La verdad era que ni yo mismo podría explicarlo. Sabía que esa niña, Viola, no era mi hija, pero eso no importaba. Lo que importaba era Carla, y la única manera de llegar a ella era su amor por su hija. Quería arreglar las cosas con ella y tener el poder de decidir cómo debían ser las cosas.
—Eso no es asunto tuyo, Marco. Solo hazlo.
Él me observó en silencio durante unos segundos que parecieron eternos. Luego, se inclinó hacia adelante y me miró con una mezcla de indignación y resignación.
—No puedo hacerlo. Esto me va a costar la licencia si alguien lo descubre.
Sonreí de lado, sin humor.
—No te costará nada, porque nadie lo descubrirá. Será un trato entre tú y yo. Pero si tu mujer se entera de tus pequeñas debilidades, entonces tendrás problemas. Y no quiero imaginar la magnitud del escándalo.
Marco palideció.
—No, no puedes hacerlo —balbuceó—. Me prometiste que la discreción era clave en tu negocio.
—No, querido Marco. Eso se lo prometí a tu amante, porque es miembro del club. No a ti. Créeme, no quiero complicarte la vida, pero si no me ayudas… ¿Sabes qué hará tu mujer cuando vea aquel video apasionado?
Vi cómo Marco palidecía aún más.
—¿No? Tampoco quiero saberlo. Además, si alguna vez necesitas algo, recordarás que yo te debo un favor.
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hermanas gemelas, secretos del pasado y mentiras, amor entriga peligro
Editado: 09.03.2025