Steve
¿Con quién de mi familia se acostó Carla?
La pregunta martilleaba en mi cabeza sin piedad, como un eco imposible de silenciar. Bajé las escaleras casi a trompicones, mis pasos pesados resonando en el silencio opresivo del edificio. La rabia me consumía por dentro, una furia sorda que se mezclaba con una punzada de celos lacerante.
Al salir, el aire frío de la calle me golpeó el rostro, pero ni siquiera eso logró calmarme. Me apoyé contra una pared, cerrando los ojos un instante mientras intentaba ordenar el caos en mi mente.
Sabía que Viola no era mi hija. Sabía que Carla me había engañado con clientes del club y con quién sabe quién más. Pero había intentado convencerme de que podía soportarlo. Me creí preparado para esa verdad amarga, para el peso de una traición que, aunque dolorosa, podía perdonar en esta versión nueva de ella. Pero nada, absolutamente nada, me había preparado para la posibilidad de que se hubiera acostado con mi hermano o, peor aún, con mi propio padre. Aquello no era solo una traición: era un puñal que desgarraba algo más profundo, algo que ni siquiera sabía que podía romperse.
¿Con quién? ¿Con Óscar?
El solo pensar en mi hermano menor me hizo apretar los dientes con fuerza. Óscar, con su maldita sonrisa despreocupada, siempre disfrutando de lo que no le correspondía, como si el mundo le debiera algo por el simple hecho de existir. ¿Era posible que Carla… con él? No, eso era imposible. Óscar llevaba más de dos años viviendo en Londres, aunque regresaba para las fiestas familiares y las vacaciones.
¿Y si fue con mi padre?
El vértigo me obligó a sentarme en un banco cubierto de nieve. La idea era tan absurda, tan grotesca, que debería haberla descartado de inmediato… pero no lo hice. Porque conocía a mi padre. Él era el tipo de hombre al que nadie le decía que no. Manipulaba hábilmente a las personas, comprándolas o chantajeándolas. Y Carla… Carla siempre había sido débil cuando se trataba de dinero.
¿Había habido algún momento en el que sus caminos se cruzaran de una forma que yo no pudiera imaginar?
Tomé un puñado de nieve y me lo pasé por la cara, dejando que el frío mordiera mi piel, intentando que el impacto de la noticia se disipara. ¡No! ¡Esto no podía ser! ¿Y si el maldito Marco me había mentido? ¿Si solo había dicho eso para fastidiarme? Para vengarse por mi chantaje, para jugar conmigo, para verme arder en esta maldita incertidumbre.
La idea me gustó más de lo que debería. Me aferré a ella con desesperación, casi con alivio, porque si Marco estaba manipulándome, entonces aún había esperanza. No había certezas, solo su palabra y un papel que bien podía ser falso. Tarde o temprano, ese bastardo pagaría por los nervios que me había hecho perder.
Inspiré hondo y solté el aire en una densa nube de vapor. Con el pulso aún acelerado, me dirigí a mi coche.
Ni siquiera pensé demasiado antes de sacar el teléfono y marcar el número de Carla. No podía esperar más. Necesitaba respuestas… o al menos escuchar su voz.
Sonó dos veces antes de que contestara.
—¿Steve? —Su voz sonaba confundida, como si no esperara mi llamada.
—Tenemos que hablar. Ahora.
Hubo un silencio breve, apenas unos segundos de duda que, sin embargo, se sintieron eternos.
—Estoy ocupada.
Fruncí el ceño.
—No me importa. Es sobre Viola. Tengo los resultados de la prueba de paternidad.
El silencio al otro lado de la línea se alargó. Podía imaginarla mordiéndose el labio, debatiéndose entre colgar o enfrentarme. Al final, suspiró.
—Está bien. En una hora, en casa de Marie.
Apreté los dedos alrededor del volante. Marie. Por supuesto. No en mi casa. No en un sitio neutral. Tenía que ser allí, en su refugio. En un lugar donde yo no tenía ningún control.
—Okey —respondí con sequedad, ya a punto de colgar, cuando su voz me detuvo.
—Espera… ¿puedes traerme nuestras cosas que quedaron en tu casa?
El frío que sentía en el rostro no era nada comparado con la helada punzada que me atravesó el pecho. ¿Nuestras cosas? ¿Así, sin más? Como si se tratara de un trámite, como si todo lo que compartimos pudiera empaquetarse en una maleta y entregarse sin más.
—¿Te mudas a casa de William? —pregunté, sin poder evitar que mi voz sonara más dura de lo que pretendía.
—Solo quiero mis cosas, Steve —respondió con un susurro.
Cerré los ojos con fuerza. Era un corte limpio, un cierre definitivo. Pero lo peor de todo no era su decisión… sino el hecho de que, después de todo, seguía evitando pedirme ayuda a mí.
—Está bien —respondí finalmente con un tono carente de emoción.
Colgué antes de que pudiera decir otra palabra, de la cual podría arrepentirme luego. Para ser honesto, su petición me tomó por sorpresa. ¿Qué estaba tramando? ¿Por qué necesitaba sus cosas? Pero, sobre todo, ¿por qué había elegido quedarse en la casa de William y no en la mía?
La idea me golpeó con más fuerza de la que quería admitir. ¿Se sentía más segura con él que conmigo? ¿Confiaba más en William que en mí? La rabia y una punzada de celos me recorrieron el cuerpo, un ardor amargo que se instaló en mi pecho antes de que, de nuevo, empezara a quemarme. No, esto no entraba en mis planes. No iba a permitir que ella se refugiara con él, como si yo fuera el enemigo en esta historia.
Colgué antes de que pudiera decir otra palabra y, sin pensarlo, marqué el número de William. Atendió casi al instante, como si estuviera esperándome.
—¿En qué demonios estás pensando? —gruñí, sin molestarse en ocultar mi irritación—. ¿Quién te crees que eres?
—Tu amigo y el jefe de seguridad de “Ilusión” —respondió con una calma exasperante—. Nora intentó contactarte durante dos horas, pero como no respondías, tuvimos que tomar decisiones.
Fruncí el ceño. En ese momento, comprendí que algo no estaba bien en el club. Revisé mi teléfono y vi varias llamadas perdidas de mi secretaria. Maldita sea… había silenciado el sonido y ni siquiera me di cuenta.
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Editado: 09.03.2025