Créeme

Capítulo 39. Voy a ayudarte.

Steve.

Cuando estaba a punto de llegar a la casa de William, mi teléfono sonó. Era León.

—¿Conoces a una tal Cecilia Blanco? —preguntó sin preámbulos.

Fruncí el ceño.

—No. ¿Quién es?

—Parece ser la madre de Carla —respondió con un tono cargado de tensión—. Y está metida en un buen lío.

Resoplé con escepticismo.

—No me sorprende, con lo que he visto… —Me reí entre dientes, pero al notar el silencio de León, sentí un escalofrío recorrerme la espalda—. ¿Qué hizo en estado de ebriedad?

—Mató a un hombre.

El golpe de realidad fue inmediato.

—¡No puede ser! —exclamé, sintiendo cómo la incredulidad me oprimía el pecho—. Hace tres días vi a esa mujer, León. Parecía más un cadáver que una persona capaz de matar a alguien. Esto tiene que ser un error.

—No lo sé —dijo en un tono sombrío—, pero la investigación quiere cerrar el caso lo más rápido posible. A cualquier precio.

Su última frase me heló la sangre.

—León, ¿puedes hacer algo? —pregunté sin rodeos.

Hubo un breve silencio antes de que su voz volviera, esta vez con un matiz intrigado.

—Es curioso, Marie, la esposa de tu William, también me preguntó insistentemente por este caso. ¿Por qué tanto interés?

—De algún modo, Marie y Carla se hicieron amigas rápidamente —expliqué con un suspiro.

—¿Marie y Carla? —repitió sorprendido—. Eso sí que es inesperado. ¿estas seguro, que estamos hablando de Carlo y no de su hermana?

—Sí, tal vez fue un instinto maternal lo que las unió… Pero volvamos a lo importante, ¿puedes ayudar?

León exhaló lentamente antes de responder:

—Lo intentaré, pero ya sabes que no me ocupo de homicidios. Tendré que involucrar a mi padre.

—Haz lo que tengas que hacer, pero no le cuentes nada sobre mis intereses personales en este asunto —le advertí con firmeza.

—Por supuesto. —Su risa fue breve y burlona—. ¿Desde cuándo desconfías tanto de mí?

No respondí. Algo en mi interior me decía que este caso era más grande de lo que imaginaba.

Aparqué frente a la casa de William y apagué el motor con un suspiro pesado. La conversación con León seguía retumbando en mi cabeza. Algo no cuadraba. ¿Cecilia Blanco, una mujer frágil y consumida por la vida, cometiendo un asesinato? Sonaba absurdo. Y si la policía estaba tan ansiosa por cerrar el caso “a cualquier precio”, eso solo significaba dos cosas: o querían limpiar sus estadísticas rápidamente o estaban encubriendo algo mucho más turbio.

Bajé del coche, aún absorto en mis pensamientos, y caminé hacia la puerta. Antes de que pudiera tocar el timbre, la puerta se abrió de golpe. Marie estaba allí, con el ceño fruncido y el teléfono aún en la mano, como si acabara de colgar una llamada importante.

—¿Hablaste con León? —preguntó en voz baja, sin molestarse en saludarme.

Su tono era tenso, apremiante. Algo más estaba pasando.

—Sí. Me dijo que también estuviste preguntando por el caso de la madre de Carla —respondí, observando su expresión con atención.

Marie apretó los labios, asintió y se apartó para dejarme pasar.

—Entra —dijo, cerrando la puerta tras de mí—. Esto es más serio de lo que piensas.

Noté que su mano temblaba ligeramente cuando dejó el teléfono sobre la mesita de entrada.

—¿Qué pasó?

—Tu padre estuvo allí —soltó de golpe.

Me quedé helado.

—¿Mi padre?

La sorpresa me golpeó, aunque, en el fondo, no debería haberlo hecho. Sabía perfectamente cómo era y lo que era capaz de hacer cuando quería manipular a alguien.

Marie asintió con gravedad.

—Sí. Apareció en la comisaría con su abogado y luego fue directamente a ver a Irene. Intentó chantajearla usando el caso de su madre y la supuesta falsificación de documentos.

Sentí una punzada de rabia en el pecho.

—¿Qué le dijo exactamente?

—La amenazó —respondió Marie, cruzándose de brazos—. Dijo que, si no se alejaba de ti, haría que se metiera en problemas serios. Básicamente, la puso entre la espada y la pared.

Cerré los ojos por un instante, tratando de contener la furia que empezaba a hervir en mi interior.

—Por eso está tan intranquila y asustada —continuó Marie, con un deje de compasión en su voz—. Quiere marcharse a donde sea, solo para estar lejos de ti.

El golpe fue directo. Irene quería huir. No solo de los problemas, sino de mí.

—Si de verdad te importa, habla con ella —dijo Marie, clavando sus ojos en los míos—. Tranquilízala. Hazle ver que no está sola, que no tiene que temerte, que no le hagas daño ni a ella, ni a la niña.

Me quité el abrigo y lo dejé sobre el respaldo de una silla. Sabía que no sería una conversación fácil, pero no podía dejarla lidiar con esto sola.

—¿Dónde está?

Marie suspiró y señaló hacia la habitación del fondo.

—Esta allí. Pero te advierto, está al límite. Si dices algo equivocado, puede que sea la última vez que la veas.

Inspiré profundamente y asentí.

—Lo sé.

Con pasos firmes, me dirigí hacia la habitación. No iba a dejar que se marchara sin antes hacerle entender algo: no tenía que temerme.

Cuando entré en la habitación, la escena que encontré me golpeó como un puñetazo en el estómago. Carla estaba de espaldas a la puerta, sosteniendo a Viola con un brazo mientras, con la otra mano, metía apresuradamente ropa y pequeñas pertenencias en una bolsa rosa. Su respiración era errática, y sus movimientos desesperados. No era solo prisa; era pánico.

Marie no había exagerado. Carla estaba huyendo.

Di un paso adelante, asegurándome de mantener la voz tranquila, casi casual.

—¿Vas a algún lado?

Viola giró la cabeza en mi dirección y me miró con sus grandes ojos curiosos. Sonreí instintivamente al verla, pero mi mirada volvió a posarse en Carla.

—No, solo estoy ordenando las cosas —respondió sin mirarme, con un tono forzadamente despreocupado. Pero su postura rígida la delataba.




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