Créeme

Capítulo 42: No quiero presionarla

Steve

No encontraba ninguna lógica en su comportamiento. No entendía su reacción, y lo peor era que tampoco sabía cómo ayudarla. Podría haberme rechazado de una manera simple y directa: decirme que no me ama, que no le interesa mi propuesta. Pero en lugar de eso, se encerró en una habitación y guardó silencio.

Ese silencio pesaba más que cualquier palabra.

Me pasé una mano por el rostro, tratando de ordenar mis pensamientos. No sabía qué hacer ahora. Me sentía perdido, sin un plan, sin una salida. Y esa sensación me carcomía por dentro, porque todo parecía ir bien hasta ese momento.

Suspiré y apoyé la frente contra la puerta, cerrando los ojos.

—Carla, hablemos —supliqué, odiando lo desesperado que sonaba mi tono.

Silencio.

El pecho me ardía de frustración.

—Lo siento si te ofendí —agregué, con la voz más baja.

Nada. No se escuchaba ni un solo ruido del otro lado.

Después de unos segundos, me rendí y me alejé con pasos pesados, sintiéndome más agotado de lo que debería. Me dejé caer en el borde de la cama, hundiendo el rostro entre las manos.

¿Qué carajo me hizo confesarle mi amor?

¿Por qué ahora?

Tal vez fue su decisión de volver conmigo. Tal vez fueron los cambios en su carácter, la forma en que había dejado atrás la arrogancia y la temeridad para convertirse en alguien más… ¿frágil? ¿Más real? Algo en ella me había desarmado por completo.

Pero lo que más me inquietaba era lo poco que sabía de lo que había pasado en su vida durante el tiempo que estuvimos separados.

¿Cómo había terminado sin dinero, sin hogar, sin ayuda? ¿Cómo pasó de ser la mujer más desafiante que había conocido a alguien con los ojos llenos de miedo, como un animal acorralado?

Algo en mi interior se revolvió con fuerza. No era solo el hecho de que la hubiera visto vulnerable… sino la certeza de que, en algún momento, alguien la había quebrado. ¿El verdadero padre de Viola? ¿La muerte de su hermana? ¿La transformación de su madre?

¿Qué demonios le había sucedido para cambiarla tanto, hasta el punto de borrar su propia identidad?

No solo había cambiado su nombre. Había dejado de ser Carla porque no quería ser Carla. No quería ser la mujer que fue antes. Como si su propio pasado fuera una carga que necesitaba abandonar a toda costa. Y por eso tomó la identidad de su hermana. No fue un simple impulso o una coincidencia… fue una decisión meditada. Una forma de desaparecer sin realmente irse.

Un escalofrío me recorrió la espalda y una punzada de culpa me atravesó el pecho como una daga.

Tal vez todo lo que había hecho en estos días solo la había empujado más lejos de mí. Tal vez, en lugar de darle seguridad, lo único que logré fue asustarla más. Mis dudas, mis exigencias con la prueba de paternidad, la presión para que volviera a bailar en el club… Dios, cuántos errores había cometido.

Y para coronarlo, mi torpe e inoportuna confesión de amor.

¿Qué demonios debía haber pensado ella en ese momento?

Que mi arrepentimiento era solo una estrategia para doblegarla. Que mi interés en ella no era más que deseo disfrazado de redención. No podía culparla si pensaba que lo único que quería de ella era llevarla a la cama.

El solo pensamiento me revolvió el estómago.

Y, aun así, en ese instante ni siquiera me detuve a considerar la posibilidad de que estuviera diciendo la verdad. Que, en realidad, no fuera Carla… sino su hermana gemela.

Lo más probable es que lo que realmente me confundía eran mis propios sentimientos hacia ella. Porque seguía sintiéndome atraído de una manera irracional, visceral. Igual que antes. O quizá incluso más fuerte.

Era absurdo. Inexplicable. Si de verdad no era Carla, si todo lo que ella decía era cierto, ¿por qué la deseaba con la misma intensidad? ¿Por qué mi cuerpo reaccionaba de la misma forma, con la misma urgencia, como si reconociera algo en ella que mi mente se negaba a aceptar?

Su voz, su forma de moverse, incluso la manera en que me miraba con esa mezcla de desafío y vulnerabilidad… Todo en ella me recordaba a Carla, pero al mismo tiempo era diferente. Más contenida, más frágil, más esquiva. Como si algo en su interior estuviera roto y hubiera aprendido a esconderlo demasiado bien.

Tal vez no era ella la que me confundía. Tal vez era yo el que no sabía lo que sentía.

Mi mente era un caos. Pero lo único que tenía claro era que no podía quedarme de brazos cruzados mientras ella se alejaba más y más de mí.

Tenía que demostrarle que había cambiado.

Que no era el mismo imbécil que la juzgó sin pensar. Que no era ese tipo que, en su arrogancia, creyó que podía decidir por ella, empujarla de vuelta al club como si su dignidad fuera un precio justo por su supervivencia.

Saqué el teléfono y, sin pensarlo demasiado, entré en una tienda en línea.

Si no podía cambiar el pasado, al menos podía darle algo ahora.

Compré un portátil nuevo. El mejor. Uno que reemplazara el que había visto en la mesa del salón, viejo y gastado. Luego, agregué un teléfono. Uno moderno, con una cámara decente, por si quería capturar momentos con Viola.

Después, me enfoqué en la niña. Compré cosas que pensé que podrían hacerle falta: ropa, mantas suaves, un set de cuidado infantil, pañales. No tenía idea de qué necesitaba un bebé de su edad, así que terminé eligiendo lo mejor que encontré.

Y luego, mi mente se desvió a un territorio inesperado.

Juguetes.

Cuando era niño, siempre quise tener un caballo de madera. Nunca lo tuve, pero ahora podía comprar lo que quisiera. Así que lo hice. Ni siquiera sé por qué, tal vez solo porque ese caballo despertó algo en mí. Algo que me hizo sentir bien por primera vez en toda la noche.

Gasté más dinero del que había gastado en mucho tiempo en algo que no fuera trabajo. Pero, por alguna razón, a medida que llenaba el carrito de compras, el peso en mi pecho se volvía un poco más ligero.




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