Irene
De nuevo estaba en el apartamento de Steve, y de nuevo pasaba la noche en vela, atrapada en el torbellino de mis propios pensamientos. Miraba el techo oscuro, escuchando el tictac del reloj en la pared, sintiendo el peso de cada segundo que pasaba sin encontrar el valor para actuar.
Su declaración de amor por Carla había sido un golpe directo a mi pecho, un recordatorio brutal de que mi farsa había llegado a su límite. Ya no podía seguir escondiéndome detrás de la sombra de mi hermana. Necesitaba contarle la verdad. Necesitaba mirarlo a los ojos y decirle que estaba equivocado, que Carla ya no existía. Que yo no era ella.
Sabía que existía la posibilidad de que Steve se enfureciera, de que me odiara por haberlo engañado. Podría denunciarme, demandarme… y, lo peor de todo, podría quitarme a Viola. Porque, después de todo, él era su padre biológico, y yo… yo no era nada. Solo una tía que había cometido un crimen para salvarla, que había sobornado a un médico para que mi nombre apareciera en un certificado de nacimiento que no me pertenecía.
Mi pecho se contrajo ante ese pensamiento.
Viola era mi vida. No podía imaginar un mundo sin ella, sin su risa, sin sus manitas buscando las mías en busca de seguridad. Había hecho todo por ella, cada mentira, cada sacrificio… ¿pero y si todo terminaba arrebatándomela?
Sin embargo, había otra posibilidad.
Steve podría entenderme. Podría escuchar mi historia y darse cuenta de que jamás quise hacerle daño. Que, al contrario, le había dado algo que nunca habría tenido: una hija.
Cerré los ojos con fuerza, intentando imaginar su reacción. ¿Me gritaría? ¿Me miraría con desprecio? ¿O, por un milagro, vería en mis acciones lo que realmente eran… una desesperada necesidad de proteger lo único que me quedaba de mi familia?
El miedo y la esperanza se debatían dentro de mí, sofocándome como una cuerda invisible alrededor de mi cuello. Pero una cosa era segura: no podía seguir viviendo en esta mentira.
Me quedé dormida casi al amanecer; el cansancio finalmente venció mi lucha interna. Pero no fue un sueño profundo ni reparador, sino un estado ligero, inquieto, del que me sacó el sonido inconfundible de la puerta principal cerrándose.
Mi corazón dio un vuelco.
¿Steve se había ido? ¿A dónde? ¿A la policía?
El pánico intentó apoderarse de mí, pero lo acallé con un respiro profundo. Pasándome una mano temblorosa por el rostro, aparté el cabello enredado de mis ojos. Giré la cabeza hacia un lado y me encontré con la mirada chispeante de Viola, quien me observaba con una sonrisa traviesa desde su cuna improvisada.
Fruncí levemente el ceño, fingiendo indignación.
—¿Oye? ¿Hace mucho que estás despierta, señorita?
La pequeña soltó un gorjeo de felicidad en respuesta.
Sonriendo, me levanté del sofá y la tomé en brazos, inhalando su aroma cálido y reconfortante antes de depositar un beso en su naricita suave.
—A ver, preciosa, ¿qué prefieres primero? ¿Desayunar o que te lave el culito y te cambie el pañal? —pregunté con fingida solemnidad.
Viola respondió con un balbuceo decidido y una patadita impaciente en mi cadera.
—Comer, ¿eh? No esperaba menos de ti —reí, apretándola con cariño antes de dirigirnos a la cocina.
Pero en cuanto crucé la puerta, me detuve en seco.
Parpadeé, confundida.
Sobre la mesa, cuidadosamente dispuesta, había un desayuno perfectamente servido. Tostadas doradas, jugo fresco, una taza de café humeante… Todo preparado con un esmero casi sorprendente. Y junto a la bandeja, una nota de Steve.
Tragué saliva.
Viola, ajena a mi desconcierto, aprovechó el momento para aferrarse a mi suéter con sus diminutos deditos y llevarse un trozo a la boca.
—Oye, eso no es comestible, ratoncita —le susurré con dulzura, apartándola suavemente.
Tomé la nota con dedos inseguros y leí rápidamente su contenido. Mi mente se nubló aún más.
—¿Entiendes algo, mi amor? —murmuré contra la coronilla de Viola, sintiendo su suave cabello rozar mi piel.
Ella me respondió con una sonrisa inocente, sin preocuparse por los misterios que a mí me estaban volviendo loca.
Exhalé con resignación.
—Bueno, dejemos los enigmas para después —dije en voz baja, más para mí misma que para ella—. Primero, leche caliente para la señorita.
Con un último vistazo a la nota, decidí posponer cualquier análisis y me concentré en preparar el biberón. Porque, al final del día, todas las preguntas podían esperar… pero mi hija no.
Sin embargo, mi mente no tardó en volver a enredarse en algo mucho más inquietante: las palabras de la nota. La releí una vez más, como si en ese pedazo de papel pudiera encontrar la clave de lo que pasaba por la mente de Steve.
¿Se había dado cuenta finalmente de la verdad y había decidido perdonarme con un desayuno cuidadosamente preparado? ¿O aún creía que yo era Carla y esto era su manera de disculparse por su apresurada —y para mí, devastadora— declaración de amor?
No lo sabía. Y esa incertidumbre me estaba volviendo loca.
Después de alimentar y bañar a Viola, seguí con la rutina automática de vestirla con uno de sus pequeños conjuntos y colocarle su fragante loción infantil. Pero mi cabeza seguía en otra parte.
Necesitaba consejo. Necesitaba claridad antes de hacer algo de lo que pudiera arrepentirme. Y solo había una persona en quien podía confiar.
Decidí llamar a Marie. Ella no solo se preocupaba por mí como nadie más, sino que, además, conocía bien a Steve. Quizás ella pudiera ayudarme a interpretar sus acciones… y evitar que hiciera una estupidez.
Tomé el teléfono y marqué su número. Mientras esperaba a que respondiera, mi corazón latía con fuerza. No solo porque necesitaba su consejo, sino porque decir en voz alta mis temores los haría aún más reales.
—¿Irene? —Su voz sonó cálida y un poco sorprendida al otro lado de la línea—. ¿Estás bien?
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Editado: 09.03.2025