Irene
"¿Qué le pasa?"
Me hice esa pregunta decenas de veces en las últimas tres horas que pasé con Steve.
¿Está loco? Le dije abiertamente que sospechaba de él, que en algún momento creí que había asesinado a mi hermana. Lo engañé deliberadamente. Acusé a su padre sin pruebas. Y, sin embargo, después de todas esas confesiones, en lugar de enfurecerse y echarme de su casa como una leprosa, comenzó a tratarme incluso mejor. Como si, en vez de alejarlo, mis palabras lo hubieran acercado más a mí.
Definitivamente ha perdido la cabeza.
—¿Estás segura de que no necesitas nada más? —preguntó de nuevo, caminando entre las estanterías del supermercado con el cochecito de Viola, como si fuera lo más natural del mundo.
Sí, me regaló un medio de transporte para mi hija, que al principio no quería aceptar, pero pensando bien, recibí, porque claramente necesitaba. Desde luego Viola tenía un cochecito. O, mejor dicho, lo tenía hasta que mi madre lo vendió a una vecina por unas botellas de aguardiente. Fue en ese momento cuando entendí que no podía seguir en mi casa. Que Viola no podía crecer allí.
Pero lo que más me inquietaba no era la venta del cochecito en sí, sino su indiferencia. No reaccionó en absoluto ante su nieta. Ante la hija de su amada Carla. Y, en ese instante, comprendí algo que no quería admitir.
Tal vez mi madre nunca amó realmente a Carla. Tal vez no era más que una obsesión enfermiza. Una idea idealizada de lo que mi hermana representaba para ella. Y ahora que Viola estaba aquí, que era lo único que quedaba de Carla en este mundo… simplemente no le importaba.
El pensamiento me revolvió el estómago.
El tono de Steve tranquilo, casi afectuoso me sacó de mis pensamientos oscuros. Como si toda la tensión de nuestras conversaciones anteriores no hubiera existido. Como si realmente le preocupara que mi hija y yo estuviéramos bien. Y eso me desconcertaba más que cualquier otra cosa.
Aparté la vista de Steve y me concentré en los productos alineados en los estantes. No quería seguir pensando en mi madre, ni en Steve y su inexplicable actitud. Pero, por más que intentara ignorarlo, la duda seguía ahí, susurrando en mi cabeza.
"¿Por qué me trata así? ¿Está tramando algo contra mí?"
Los pensamientos corrían por mi mente como liebres perseguidas por galgos. No lograba entender qué pasaba por la cabeza de Steve. Cada uno de sus actos me parecía más sospechoso que el anterior.
Primero, cuando le dije que quería irme de su apartamento, su respuesta fue un rotundo “No”, asegurando que allí estaríamos más seguras, que en piso de Marie.
Segundo, cuando mencioné que la comida de Viola se había acabado, en vez de decirme dónde comprarla, insistió en que lo acompañara al supermercado.
Tercero, los paquetes que habían llegado durante el día… Al principio pensé que eran para él, así que los apilé en su dormitorio sin prestarles atención. Pero resultó que eran exclusivamente para nosotras: teléfono, ordenador, productos para el bebé y un caballo de madera. ¿Para qué?
Era como si de repente hubiera decidido hacerse cargo de mi vida. Como si mi independencia ya no fuera un factor a considerar. La incomodidad me quemaba por dentro. Apenas contuve la tentación de mandarlo al infierno cuando llegamos a casa.
—Escucha, Steve… —dije, tratando de mantener la calma mientras colocaba las bolsas sobre la mesa—. Lo que sea que pase con mi seguridad… es asunto mío. Así que detente o explícalo.
Le sostuve la mirada con cautela.
—Seguramente tienes alguna justificación para este comportamiento, pero creo que yo también merezco una explicación. —Exhalé lentamente, observándolo con atención—. Empiezo a pensar que estás en shock… o que simplemente estás completamente loco.
Steve se rio por lo bajo. Esa risa me irritó más de lo que esperaba. Aunque no sonó ofendida ni nerviosa. No era la risa de alguien que intentara justificarse. Era la risa de alguien que sabía algo que yo no.
Dio un paso más hacia mí. Demasiado cerca. El aire entre nosotros se volvió denso, cargado de una tensión inexplicable.
—Decidí ayudar a una buena persona —dijo con ligereza, como si fuera lo más obvio del mundo. – ¿No es eso que pedías?
—No creías que yo fuera una buena persona —repliqué, frunciendo el ceño mientras alineaba los frascos de puré sobre la mesa, intentando distraerme.
—No tú —corrigió. Su voz bajó un tono—. Carla.
Mi mano se quedó suspendida sobre una de las bolsas. No me atreví a levantar la mirada. Algo en su tono, en la manera en que pronunció el nombre de mi hermana, hizo que un escalofrío me recorriera la espalda. ¡Otra vez Carla! Habría sido mejor que no dijera nada.
Estaba aún más confundida. Justo ayer, Steve me confesó que me amaba, o sea a Carla. Que aún la amaba. Y ahora, la desprecia sin reservas.
—¿Eres consciente de que estás insultando a mi hermana muerta? —escupí, aferrándome a esas palabras como si fueran lo único sólido en medio del torbellino de pensamientos contradictorios que me consumía.
Él no pestañeó.
—De los muertos, o hablas bien o dices la verdad, Irene. Preguntaste, respondí. ¿Preferías que te mintiera?
¿Cómo se suponía que debía hablar con alguien así? Se deslizaba entre mis palabras como una serpiente, torciendo el significado de todo, esquivando lo que no quería enfrentar. ¿Dónde estaba su sinceridad? Y, lo más importante… ¿cómo podía confiar en él?
Tomé aire y me obligué a volver a la conversación.
—Tu ayuda se está volviendo excesiva —solté con esfuerzo—. Está en todas partes. Me asfixia.
—¿No estás acostumbrada a que te ayuden?
Su tono era tranquilo, pero inquisitivo. Como si realmente quisiera saberlo. Yo ya no quería analizarlo.
—¿Por qué me molestas, Steve? —Mi propia voz me sorprendió. Sonó más herida que molesta. Más frágil de lo que me habría gustado.
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hermanas gemelas, secretos del pasado y mentiras, amor entriga peligro
Editado: 09.03.2025