Irene
Me puse tensa cuando el clic de la manija rompió el silencio y, de repente, varias mujeres irrumpieron en el apartamento, saludando casi al unísono. Una de ellas felicitó a Steve por el próximo Año Nuevo, como si fuera lo más natural del mundo, y todas entraron con la familiaridad de quien se siente en casa.
¿Qué está pasando? Miré a mi alrededor, desconcertada. ¿Quiénes son estas mujeres y por qué actúan como si este lugar les perteneciera?
—Irene —dijo Steve con total tranquilidad, dirigiendo una mirada hacia la sala de estar—. Ha llegado el servicio de limpieza. ¿Vamos a dar un paseo?
Lo miré fijamente, parpadeando incrédula.
—¿Qué? —pregunté, sin terminar de procesar lo que estaba escuchando—. ¿Cómo que nos vamos a ir y las dejaremos aquí? ¿Vas a permitir que toquen tus cosas así como así? Es una tontería. Podría haberlo limpiado yo misma.
Steve se rio, divertido por mi reacción.
—No es tontería, es conveniencia —replicó con tono ligero—. Llevo tres años trabajando con ellas y nunca ha habido problemas. No te preocupes, tus cosas estarán sanas y salvas.
Quise responderle que, con todo respeto, se había vuelto un malcriado, pero antes de decir nada recordé lo agotado que había llegado esa mañana. Apenas había tenido fuerzas para quitarse los zapatos antes de quedarse dormido en el sofá, con Viola acurrucada a su lado. Tal vez, después de todo, no estaba tan mal que alguien más se encargara de la limpieza.
Suspiré, recogí a mi hija y salimos.
Para mi sorpresa, el paseo resultó ser una buena idea. Por primera vez, Steve y yo tuvimos una conversación tranquila, sin el peso de los temas que nos dividían. No hablamos del asesinato de Carla ni de su padre. En su lugar, me contó sobre su vida antes del club, sobre cómo alguna vez soñó con una carrera en el deporte, con competir en las Olimpiadas, hasta que una lesión lo obligó a abandonar esa meta.
Yo también compartí un poco de mí. Le hablé de mi deseo de trabajar en una empresa como Marvel, de cómo siempre había querido dedicarme al arte, de mi pasión por el dibujo.
Y por un momento, solo por un momento, fuimos dos personas normales, alejadas de toda la oscuridad que nos rodeaba.
—En cuanto a Marvel, si yo fuera tú, volvería allí otra vez —dijo Steve con convicción.
Lo miré con escepticismo.
—¿Para qué? —suspiré, cruzándome de brazos—. Tú mismo leíste su carta. No están contratando, no necesitan nuevos empleados.
Steve sonrió con esa confianza implacable que lo caracterizaba.
—Si me hubiera rendido cada vez que me enfrenté a un rechazo, nunca habría abierto el club ni ganado mi primer millón —replicó con calma—. Debes ir allí de nuevo y hacerles ver lo que están perdiendo. Demostrarles que cometerían un error si te dejan escapar.
Sus palabras me tomaron por sorpresa. Nadie me había hablado así antes. Nadie me había dado un apoyo tan directo, sin titubeos. Nadie me había hecho sentir que yo era capaz, que tenía valor, que podía enfrentarme al mundo y salir victoriosa.
Y lo más impactante era que… le creí.
Lo miré fijamente y, por primera vez en mucho tiempo, sentí dentro de mí una fuerza renovada.
—Sabes, tienes razón —afirmé con determinación—. Tengo que ir y demostrar que soy exactamente lo que necesitan.
Me levanté con una nueva resolución en el pecho y añadí con una sonrisa desafiante:
—Bueno… o al menos, si no me quieren, recogeré mi trabajo. No voy a dejarles mis ideas gratis.
—¡Así se habla, Irene! —sonrió Steve con orgullo—. Yo creo en ti. Sé que eres capaz.
Antes de que pudiera responder, me envolvió en un abrazo cálido y firme.
El aroma de su perfume me envolvió al instante, una mezcla embriagadora de madera, cuero y algo especiado que no pude identificar. Fue como un golpe directo a los sentidos, una invitación peligrosa a perderme en él. Mi cuerpo se tensó, pero no por incomodidad, sino por una súbita y desconcertante necesidad de quedarme así, de cerrar los ojos y dejarme llevar por esa sensación de seguridad que, inexplicablemente, Steve me provocaba.
Por un instante, pensé en corresponder su abrazo con la misma intensidad. Pero entonces sonó su teléfono, sacándome abruptamente de mi ensoñación. Aproveché el momento para separarme de él, tratando de recuperar la compostura mientras sentía el ardor subir por mis mejillas.
Para que no notara mi sonrojo, me agaché rápidamente junto al cochecito de Viola, fingiendo revisar su manta. Mi hija dormía plácidamente, ajena a la tormenta de emociones que se agitaba dentro de mí.
Steve terminó su llamada y, al colgar, su expresión se tornó seria.
—Es sobre tu madre.
Me incorporé de inmediato, sintiendo un escalofrío recorrerme.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, con un nudo formándose en mi garganta.
—León, mi amigo y abogado, a quien le pedí que defendiera a tu madre, obtuvo permiso para su examen mental. El psiquiatra forense le diagnosticó una depresión severa, agravada por abstinencia de alcohol, y quiere trasladarla a un hospital psiquiátrico, pero ella se niega a ir y amenaza con suicidarse. El psiquiatra pidió que la convencieras. Pero si no quieres, entonces no tienes que hacerlo... Ellos tienen sus propios métodos para obligarla a recibir tratamiento —dijo Steve.
—No. Vamos —respondí con decisión.
Steve asintió y, sin perder tiempo, sacó las llaves del coche de su bolsillo. Su expresión era seria, casi sombría, como si ya previera que la situación no sería fácil.
—Te llevaré ahora mismo.
Me apresuré a acomodar a Viola en el asiento trasero, asegurándome de que estuviera bien arropada antes de subirme al asiento del copiloto. Mi corazón latía con fuerza mientras nos poníamos en marcha. No podía dejar de pensar en mi madre, en lo que debía estar sintiendo en este momento. ¿Realmente había llegado tan lejos su desesperación?
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Editado: 09.03.2025