Créeme

Capítulo 54. La felicidad es…

Irene.

Nunca he podido permanecer enojada u ofendida con alguien por mucho tiempo. Incluso si una persona me causaba un dolor aparentemente insoportable, el rencor nunca encontraba un hogar en mi alma. No tenía sentido aferrarme a él; era como sostener un puñado de espinas con la esperanza de que la otra persona sangrara.

Lo único que hizo Steve fue no pedirme consentimiento para mudarme al dormitorio, y aunque me molestó, no era un agravio imperdonable. No era para tanto. Solo quería que entendiera mis límites. Que me escuchara—de verdad. No soy Carla. No aceptaré regalos costosos como condición para vivir en su casa. Pagaré mi estadía con trabajo: limpiando y cocinando, no con gratitud forzada ni con una deuda invisible que pese sobre mis hombros.

Pero en ese momento, viendo a Steve decorando el árbol con tanto entusiasmo, con esa mezcla de torpeza y determinación, todo enojo se disipó sin que me diera cuenta. Viola y yo nos reímos a carcajadas al verlo luchar con las luces enredadas y colocar los adornos sin ningún patrón aparente, como si por primera vez en su vida estuviera haciendo algo sin un manual de instrucciones.

Pera cuando terminó, la habitación tenía un aire distinto. Sí, poco arreglado, pero más cálido. Más real. Y en mi interior, tampoco quedaba rastro de ira.

Steve alzó su vaso y una sonrisa—pequeña, casi tímida—se dibujó en sus labios.

—¡Feliz Año Nuevo!

Lo miré, atrapada por ese instante, por la forma en que la luz del árbol reflejaba en sus ojos.

—Feliz Año Nuevo —respondí con una sonrisa abierta, sincera, y choqué mi vaso con el suyo.

En ese momento, sin necesidad de palabras, supe que algo había cambiado.

Mucha gente dice que la felicidad no está en el dinero, pero creo que están un poco equivocados. Es cierto que el dinero no compra la felicidad en su forma más pura, pero sí compra tranquilidad. Te libera de preocupaciones cotidianas, del estrés de no saber cómo pagar las facturas, de la incertidumbre de no llegar a fin de mes. Con dinero, puedes permitirte pequeños lujos, darte ciertos caprichos sin culpa y disfrutar de una comodidad que, en su propia manera, puede ser sinónimo de satisfacción. Pero la verdadera felicidad, la que llena los vacíos más profundos, no viene con la riqueza.

Ahora lo sé perfectamente.

Cuando crucé por primera vez la puerta de la casa de Steve, no pensé—ni siquiera pude imaginar—que él fuera una persona feliz. Todo en su vida me parecía una farsa de bienestar, un escaparate cuidadosamente construido para convencer a los demás, o quizás a sí mismo, de que su mundo estaba completo. Pero a medida que lo observé, que compartí momentos con él, que lo conocí un poco más, comprendí que su insatisfacción era mucho más profunda de lo que mostraba.

Su dinero no le daba lo único que realmente deseaba: el amor de mi hermana. ¿Tal vez nunca tuvo lo suficiente para Carla? ¿Tal vez su riqueza era poca, comparando con otros?

Miré a mi alrededor… Su cocina era moderna, elegante, impecable, pero sin alma. Un espacio diseñado para impresionar, no para vivir. Su salón estaba repleto de objetos costosos, de tecnología innecesaria, como si intentara llenar con cosas el vacío que nunca pudo colmar con emociones reales. Y el árbol de Navidad, perfecto en su simetría, era solo una ilusión de calidez y hogar, un símbolo sin significado. Detrás de todo eso, lo que se sentía era un abismo de soledad.

Y luego estaba su padre.

La figura más terrible de todas que vi en mi vida. Un hombre que, aunque no estuviera presente físicamente en ese momento, parecía sujetarlo con una correa invisible, marcándole el paso, recordándole a cada instante que no importaba cuánto tuviera, nunca sería suficiente.

Entonces lo vi con claridad y entendí.

Aceptar a Viola y a mí en su casa no era un acto de bondad desinteresada. No era el reflejo de un corazón noble y generoso. Era su intento desesperado de aferrarse a una ilusión. De arrebatar un fragmento de otra vida—una vida real, con problemas, con caos, con risas y llanto, con una niña en brazos y una mesa llena de platos compartidos.

Steve llamó a su club "Ilusión" por una razón. Porque nada en su mundo era real. Todo en su vida era un reflejo distorsionado de lo que debería ser. Un hogar sin hogar. Una familia sin amor. Una felicidad que solo existía de cara al público, pero que en la intimidad se desmoronaba como el decorado de un teatro después de la última función.

Quizás pensó que, al incluirnos en su mundo de mármol y cristal, podría convertir esa fantasía en realidad. Que, si nos mantenía cerca el tiempo suficiente, la ilusión de una vida familiar se volvería auténtica.

Pero en el fondo, no dejaba de ser un remiendo. Una tirita puesta sobre un alma herida. Steve intentaba cubrir la cicatriz de su infancia, cerrarla con fuerza y fingir que no dolía. Que, de algún modo, la herida sanaría si tan solo pretendía lo suficiente. Pero las cicatrices no desaparecen con ilusiones.

Y en ese momento, me pregunté a mí misma, si yo también vivía en una ilusión.

—Irene, ¿por qué sonríes así… tan seductoramente? ¿Acaso intentas seducirme? —Steve me guiñó un ojo, agitando una mano frente a mi rostro—. ¿Irene? ¿Sigues aquí?

Parpadeé, sacudiendo ligeramente la cabeza. Me había perdido en mis propios pensamientos, sumergida en una introspección e involuntariamente, me encontré observándolo con más atención, tratando de descifrarlo. Steve era una contradicción con piernas, un hombre que parecía haberlo tenido todo y, al mismo tiempo, nada. Y yo… yo estaba aquí, intentando comprender cómo encajaba en su mundo, si es que lo hacía.

—Lo siento, me distraje —murmuré al fin, reuniendo el valor para sostenerle la mirada.

—¿Y en qué pensabas tan profundamente?

—En lo radiante que te ves… —dije, más para mí misma que para él. Una risa nerviosa escapó de mis labios, y antes de que pudiera ahondar en el significado de mis propias palabras, me apresuré a beber un sorbo de champán.




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