Créeme

Capítulo 57: Mi secuestro

Irene

Encontré mi bolso exactamente donde lo había dejado, sobre el banco del parque. Nadie lo había robado, probablemente porque había muchas familias con niños jugando en el patio de recreo. Lo tomé con alivio y me giré para regresar rápidamente a la cafetería.

Apenas di unos pasos hacia la salida del parque cuando sentí un movimiento brusco detrás de mí. Antes de que pudiera reaccionar, una mano fuerte me sujetó con violencia. Un segundo después, un paño húmedo y de olor penetrante cubrió mi boca y mi nariz.

Intenté resistirme, pero al inhalar, un ardor abrasador recorrió mi garganta y mis pulmones. La sensación fue tan intensa que un mareo fulminante me invadió. Mis piernas flaquearon. El mundo entero se inclinó y, en un parpadeo, todo se volvió negro.

No supe cuánto tiempo pasó antes de que la conciencia regresara lentamente. Lo primero que sentí fue un peso incómodo en la cabeza. Estaba aturdida, con una pesadez en el cuerpo que hacía difícil moverme. La oscuridad seguía envolviéndome, pero pronto me di cuenta de que no era solo el aturdimiento: tenía algo cubriéndome el rostro, probablemente una bolsa de tela o saco.

Intenté moverme, pero mis muñecas estaban fuertemente atadas a la espalda, sujetándome contra la dura superficie de una silla. Un escalofrío recorrió mi piel al darme cuenta de la situación. Mi respiración era agitada, mi corazón latía con fuerza en mis oídos.

El silencio del lugar era abrumador hasta que, de repente, escuché pasos.

Me tensé de inmediato. No tenía idea de quién era ni de qué querían de mí. Y lo peor era que, si pensaban que yo era Carla… ¿me creerían cuando dijera que se habían equivocado?

Los pasos se detuvieron frente a mí. Por un momento, todo quedó en un silencio inquietante. Luego, sentí cómo tiraban bruscamente de la bolsa que cubría mi cabeza. La luz, aunque tenue, me deslumbró momentáneamente, haciéndome entrecerrar los ojos.

Cuando mi visión se aclaró, la vi. Vera estaba de pie cerca de la puerta, con los brazos cruzados, pero lo más desconcertante era el hombre que estaba frente a mí. Rondaba los cuarenta años, con una expresión de amarga satisfacción en el rostro.

—Qué decepción, Carla —dijo con fingido pesar, inclinando la cabeza mientras una sonrisa cruel se dibujaba en su rostro—. No esperaba que cayeras tan fácil.

No respondí. Mi boca estaba seca y mi corazón golpeaba contra mi pecho con tanta fuerza que temí que pudiera oírse en la habitación.

Él suspiró, como si estuviera realmente fastidiado por la situación. Comenzó a caminar lentamente a mi alrededor, estudiándome con una mirada afilada, depredadora.

—Déjame adivinar —continuó—, pensabas que podrías desaparecer sin dejar rastro. Que nunca descubriría quién me robó. Que jamás te encontraría.

Tragué saliva con dificultad, pero hice un esfuerzo por mantener la voz firme.

—Si piensas que soy Carla, te equivocas. Soy su hermana gemela.

El hombre se detuvo y me observó en silencio durante unos segundos. Luego, dejó escapar una risa corta, seca, sin rastro de humor.

—Siempre tan predecible en tus mentiras, querida —se burló, chasqueando la lengua—. Pero no estoy aquí para discutir tu identidad. Estoy aquí por un asunto pendiente con mi dinero.

Un escalofrío helado me recorrió la espalda. Mis peores temores se habían hecho realidad. Me habían confundido con mi hermana… y ahora era yo quien debía pagar por sus errores.

—Yo no tengo nada que ver con las cosas que te hizo mi hermana —dije, sintiendo cómo mi voz empezaba a temblar. Sabía que no me creían.

El hombre soltó una carcajada áspera y sin alma.

—¡Deja de decir idioteces! —rugió de repente, golpeando la mesa con el puño—. ¿Dónde está el dinero?

—¿Qué dinero? No sé nada… —Mi propia voz sonó llena de pánico.

Sus ojos oscuros brillaron con furia.

—¡Los malditos doscientos millones! —espetó entre dientes—. Me envenenaste con esa droga, entraste en mi ordenador y lo robaste todo.

Se inclinó de golpe y me sujetó del cuello con fuerza.

Sentí la presión de sus dedos cerrándose alrededor de mi garganta. Apenas podía respirar. Un sudor frío me cubrió la piel.

"¿Qué será de mi niña?"

El pensamiento cruzó mi mente como un relámpago mientras luchaba por aire.

De pronto, Vera se acercó al hombre y le susurró algo al oído.

Su agarre se aflojó, pero sus ojos seguían clavados en mí con desconfianza.

—¿De qué demonios estás hablando? —gruñó él, mirándome con renovada sospecha.

Vera suspiró con impaciencia y se cruzó de brazos.

—Si realmente no es Carla… entonces, ¿dónde está? —preguntó con un deje de resentimiento.

Aproveché la mínima oportunidad que me daban.

—Carla murió. Un coche la atropelló hace casi seis meses —dije, con la esperanza de que la verdad pudiera salvarme—. Yo soy Irene. Si no me crees, revisa mi bolso. Ahí está mi carnet de identidad.

Vera ya estaba hurgando en mi bolso.

—¿Y la niña? —preguntó él, con un tono incrédulo—. Sé que Carla estaba embarazada cuando me robó. ¿Tú también estabas embarazada?

Tragué saliva y elegí mis palabras con cuidado.

—No. Mi hija es la hija de Carla —dije con voz firme—. Murió cuando daba a luz, después del atropello. Yo la adopté.

El hombre me escudriñó con el ceño fruncido, intentando descifrar si mentía.

—Entonces, ¿por qué viniste al club y te presentaste como Carla? —preguntó Vera, alzando mi carnet y mostrándoselo al hombre.

—Intentaba averiguar algo sobre la vida de mi hermana… y encontrar a su posible asesino. Nunca creí que su muerte fuera un simple accidente.

Vera intercambió una mirada con el hombre.

—Por eso no pudimos encontrarla… —murmuró ella.

El hombre gruñó con frustración.

—¿Y tú crees que esta perra no está mintiendo?

Vera se encogió de hombros y le lanzó una mirada evaluadora.

—No lo sé… pero esta chica se parece muy poco a Carla. Tú la conocías bien. Sabes que Carla nunca usaría ropa como esta, y mucho menos dejaría sus manos sin arreglar. Mira sus uñas, jamás se habría negado a una manicura.




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