Steve
Llegamos a aquella casa en el preciso momento en que la policía iniciaba el asalto. Un enjambre de agentes rodeaba la entrada y, aunque intenté acercarme, bloquearon mi paso sin darme oportunidad de discutir. Mi corazón latía con fuerza; una mezcla de adrenalina y desesperación se apoderaba de mi cuerpo.
De repente, una silueta apareció en una de las ventanas del piso superior. Era Irene. Estaba de pie, con el cuerpo rígido y una expresión de terror en el rostro. Pero no estaba sola. Detrás de ella, sujetándola brutalmente por el cuello, estaba él: "Pelusa", o mejor dicho, Vadim Barov. El hombre al que yo mismo había descartado como sospechoso apenas un día atrás.
Por un instante, la incredulidad me paralizó. ¿Era real lo que estaba viendo? ¿O era mi mente jugando con el pánico? Entonces lo vi con claridad. En su otra mano, Vadim sostenía un arma, el cañón apuntando directamente a la sien de Irene.
El miedo me invadió con la fuerza de una corriente eléctrica, inmovilizándome por completo. Mi respiración se entrecortó y un sudor helado se deslizó por mi espalda. Cada fibra de mi ser me gritaba que hiciera algo, que me lanzara hacia ella, que no la dejara morir.
De repente, escuché el disparo. Un estruendo seco y brutal rasgó el aire.
El tiempo pareció ralentizarse mientras veía el cuerpo de Irene desplomarse. Su figura se inclinó hacia adelante y, en un instante, desapareció de mi vista.
Algo dentro de mí se rompió. El miedo ya no importaba. La razón quedó anulada.
Un rugido ahogado escapó de mi garganta cuando mis piernas cobraron vida propia. Sin pensar, sin medir las consecuencias, me zafé del agarre de William y corrí hacia la casa con una única certeza ardiendo en mi pecho: no iba a dejarla allí.
No recuerdo cómo subí corriendo las escaleras ni cómo logré zafarme del agarre de un policía que intentó detenerme. Todo fue un torbellino de caos y desesperación. Solo sé que, de alguna manera, crucé el umbral de la habitación con el corazón latiendo a un ritmo frenético, como si pudiera desgarrarme el pecho en cualquier momento.
Y entonces la vi. Irene yacía en el suelo, inmóvil. Un policía estaba inclinado sobre ella, pero lo único que captó mi atención fue el rojo. Su chaqueta y el suelo a su alrededor estaban cubiertos de sangre.
Un rugido sordo estalló en mi cabeza, ahogando cualquier otro sonido. La habitación pareció cerrarse sobre mí. El aire se volvió pesado, irrespirable. ¡No!
Un pánico primitivo, irracional, se apoderó de mí. La imagen de su cuerpo sin vida fue lo único que mi mente pudo procesar.
—¡No, no, no! —Mi propia voz me sonó extraña, distante, rota.
Sin pensarlo, me lancé hacia ella, empujando brutalmente al policía. No me importó quién era ni qué estaba haciendo. Solo quería ver a Irene. Su piel estaba pálida. Sus párpados, cerrados.
El mundo se volvió un vacío insoportable porque, en ese instante, la certeza me golpeó con la violencia de un puñal: ella estaba muerta.
—¡¿Por qué hay extraños aquí?! —rugió el policía con voz áspera, su tono impregnado de tensión y desconfianza—. ¿¡Dónde están los médicos?!
El caos a mi alrededor se difuminó por un instante cuando vi un pequeño movimiento.
Irene, suavemente, con un pestañeo lento y tembloroso, abrió los ojos.
Un aliento entrecortado escapó de mis labios, pero antes de que pudiera acercarme, un dolor punzante recorrió mis brazos. Alguien, con una fuerza brutal, me los retorció hacia atrás.
—Steve… —El sonido de mi nombre en la voz de Irene, apenas un susurro, me atravesó como un disparo y me sacudió como un latigazo. Irene estaba viva.
Intenté zafarme, pero el agarre en mis brazos se intensificó.
—¡Tranquilo, maldita sea! —gruñó el oficial detrás de mí, sujetándome con más fuerza.
—¡Suéltame, ella está herida! —grité, forcejeando con desesperación.
El policía que estaba inclinado sobre Irene alzó la vista y me miró con el ceño fruncido.
—¡Déjenlo! —ordenó con firmeza.
El agarre en mis brazos se aflojó de inmediato y caí de rodillas junto a Irene. Su rostro aún estaba pálido, su respiración entrecortada y su chaqueta seguía empapada de sangre.
—Steve… —susurró con voz débil, su mirada desenfocada buscándome.
Me arrodillé junto a ella y tomé su mano con fuerza, ignorando el temblor de mis propios dedos.
—Estoy aquí —murmuré—. Vas a estar bien.
El oficial junto a ella me miró con ojos tranquilizadores.
—Está estable. Se golpeó la cabeza al caer, por eso perdió el conocimiento, aunque necesitará atención médica por si acaso —informó rápidamente, sin dejar de atenderla. Luego se dirigió a su compañero con urgencia—. Tenemos que sacarla de aquí ya. ¿La ambulancia?
—Está en camino —respondió el agente que me había sujetado antes—. Señor, le dejamos asegurarse de que su… mujer está bien, ahora déjenos trabajar. Lo acompaño a la salida.
Me giré bruscamente, porque no quería dejar a Irene sola, y entonces lo vi.
Vadim Barov, "Pelusa", yacía en el suelo a pocos metros de nosotros. Su rostro estaba cubierto de sangre. No había dudas: estaba muerto.
Luego mis ojos encontraron a Vera. Estaba en el suelo, con las manos sobre la cabeza y un agente apuntándola con su arma.
Un ardor feroz me subió por el pecho.
—M-maldita… —murmuré entre dientes, sintiendo el odio quemarme por dentro.
Quise levantarme, ir hacia ella, hacerla pagar…
Pero una mano dura se aferró a mi hombro, impidiéndomelo.
—Steve… no… —susurró Irene con esfuerzo e intentó incorporarse con la ayuda del policía.
Su voz me hizo reaccionar, recordándome lo que realmente importaba.
Las sirenas avisaron que la ambulancia estaba llegando y yo salí de la habitación acompañado del policía. En el patio, me esperaba William.
—Steve, ¿estás loco? —gritó.
—Es “Pelusa”. Él se lio con Vera y mataron a Carla —le dije—. Menos mal que no hicieron mucho daño a Irene. Él está muerto, pero Vera, esta perra, aún está viva.
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Editado: 09.03.2025