Steve.
Han pasado tres días desde aquella tarde. Tres días desde que el mundo pareció detenerse cuando vi a Irene desplomarse en un charco de sangre, desde que el terror me agarró por la garganta y casi me arrancó el aire al pensar que la perdía.
Pasó solo una noche en el hospital. Una sola noche, y sin embargo, para mí se sintió como una eternidad. Los médicos dijeron que tuvo suerte, que el golpe en su cabeza podría haber sido mucho peor, que una fracción de segundo o un ángulo diferente habrían significado una contusión grave. Pero no fue así. Dios, el destino o lo que fuera estuvo de su lado, y todo terminó siendo solo un susto aterrador.
Desde entonces, he estado a su lado tanto como me era posible. Pasé los días ayudándola con Viola, encontrando cualquier excusa para quedarme cerca. Y cada momento libre, cada segundo que pude, lo pasé junto a ella. Me aseguraba de que estuviera bien, de que descansara, de que comiera lo suficiente. Pero también… había algo más.
No me olvidé de sus palabras aquella noche en la ambulancia, susurradas entre el sopor del medicamento: "Eres el primer hombre que me importa tanto."
Y tal vez por eso, inconscientemente al principio y luego con plena intención, empecé a crear contacto táctil. Un roce fugaz en su mano cuando le pasaba una taza de té. La yema de mis dedos deslizándose apenas sobre su muñeca al ayudarla a abrocharse el abrigo. Mi palma descansando en la curva de su espalda mientras ella bañaba a la niña. Gesto tras gesto, milimétricamente calculados para parecer casuales, pero lo suficientemente presentes como para que se acostumbrara a mí.
No la forcé. No la presioné. Pero tampoco la dejé escapar de la idea de que estoy aquí, de que soy real, de que puede confiar en lo que siente cuando nuestras pieles se tocan.
A veces me preguntaba si se daba cuenta. Si notaba cómo cada roce era intencional. Si entendía que cada vez que su piel se estremecía bajo mis dedos, la observaba de reojo, atento a su reacción.
Si lo sabía, no decía nada. Pero tampoco se apartaba. Y eso era suficiente para mí. Por ahora.
Pero algo en Irene me inquietaba. Desde el momento en que me dijo que "Pelusa" y Vera no habían matado a Carla, no ha cambiado de opinión ni por un segundo. Estaba convencida de que decían la verdad, de que no tenían nada que ver con su muerte.
Yo, en cambio, no estaba tan seguro. No confiaba en Vera ni en su historia. Su actitud, su pasado, su vínculo con Vadim Barov… todo en ella me parecía turbio. ¿Pero y si, por una vez, Irene tenía razón? ¿Y si Vera realmente no sabía nada?
La noche en que Irene aún estaba en el hospital, William llegó con noticias. Lo vi en cuanto cruzó la puerta: su expresión era tensa, los hombros rígidos, y se dejó caer en la silla junto a la puerta con el peso de alguien que carga con información que preferiría no tener.
—Hablé con el policía… y luego con Vera —murmuró, cruzando los brazos.
Le lancé una mirada de advertencia. Irene dormía profundamente, la puerta estaba cerrada, pero lo último que quería era que algo la alterara. William captó el mensaje y bajó la voz, aunque la seriedad en sus ojos no cambió.
—¿Y qué te contó? —pregunté en un susurro.
Él exhaló un suspiro pesado, frotándose el rostro con ambas manos antes de hablar.
—Te lo voy a decir tal cual lo dijo ella.
Y así, comenzó la historia.
Vera nunca había conocido realmente a Carla. Sí, trabajaban juntas en mi club, compartían clientes, pero nunca cruzaron las líneas rojas que ambas habían trazado y despreciaban a “decente” Lila con la misma intensidad. No eran amigas íntimas. Apenas sabían nada la una de la otra fuera del trabajo: ni sus familias, ni su pasado, ni sus verdaderos intereses.
Lo único que Vera sabía de Carla era que, además del club, trabajaba por su cuenta y tenía un par de clientes fijos. Nada más.
Por eso, cuando eché a Irene del club, todo contacto entre ellas se esfumó. Para Vera, Carla dejó de existir en el momento en que desapareció de su radar. Hasta que apareció Pelusa. Vadim Barov.
Él la llamó a su habitación para un baile privado, pero la música apenas duró unos minutos. Lo que en realidad quería era hablar. Le contó que Carla lo había drogado y robado una gran suma de dinero. Dinero que, según sus palabras, ni siquiera era suyo. Al final, le hizo una oferta difícil de rechazar: diez por ciento de lo que Carla le había quitado, con una única condición… ayudarlo a encontrarla.
Vera apenas pudo ofrecerle algo útil. Apenas la conocía. Pero Vadim insistía en que alguien como ella debía haber escuchado rumores, debía saber algo. Y Vera no era una idiota. La cantidad era demasiado tentadora para rechazarla. Así que aceptó.
Primero fue al antiguo piso, que alquilaba para Carla uno de sus amantes secretos. Sabía que Carla había vivido allí mientras trabajaba en el club, pero no encontró nada. La casera, una mujer seca y reservada, no le dijo ni una sola palabra útil. Luego intentó con El Economista, uno de los clientes fijos de Carla, un tipo con una enfermiza obsesión por las chicas “inteligentes”. Pero tampoco consiguió nada.
Y entonces, por pura casualidad, ocurrió lo inesperado.
Vera estaba en el club, trabajando como cualquier otra tarde, cuando una mujer entró. Por un instante, su corazón dio un vuelco. Creyó que era Carla. Pero algo no terminaba de encajar. Su forma de caminar, su manera de bailar, la pobreza de su aspecto… No era del todo igual. Pero el parecido era innegable.
Sin perder tiempo, llamó a Pelusa y le aseguró que Carla había regresado.
Vadim, desesperado y con todo perdido, no quiso esperar más. Ordenó a su hermano y a un amigo —dos idiotas sin luces— secuestrar a Irene, creyendo que era Carla. Pero Marie arruinó su plan.
Después de ese fracaso, Vadim decidió encargarse él mismo.
Durante días vigiló a Irene. Observó sus movimientos, intentó acercarse a ella disfrazado de repartidor y solo gracias al guardia del complejo residencial no logró alcanzarla antes.
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hermanas gemelas, secretos del pasado y mentiras, amor entriga peligro
Editado: 09.03.2025