Créeme

Capítulo 60. La visita de Samuel Rain.

Irene.

Dicen que uno se acostumbra rápido a las cosas buenas. Y yo no fui la excepción.

En menos de un mes, mi mundo se puso patas arriba y cambió de una forma que jamás imaginé. Me asustaba pensar en el futuro. ¿Qué sería de mí dentro de seis meses, de un año, de dos? ¿Y de Viola?

Antes, cuando vivía con mi madre, los días se sentían interminables, pero lo más frustrante era que parecían no llevar a ninguna parte. Me despertaba temprano, preparaba la comida para Viola y para mí, limpiaba nuestra pequeña habitación y el baño, la cuidaba, corría al ambulatorio para sus procedimientos o alguna consulta médica, volvía a casa solo para encontrarme con otra pelea con mi madre borracha y su “novio” de turno. Acostaba a Viola, trabajaba, intentaba recordar las compras, las facturas, la comida. Y al día siguiente, todo volvía a empezar: cocinar, limpiar, luchar… Una rutina agotadora, que drenaba cada gramo de mi energía, consumiendo mis nervios, mi paciencia, mi esperanza.

Y ahora… todo era diferente.

Me había relajado, por primera vez en mucho tiempo. Por primera vez en años, dejé de vivir en un estado constante de alerta. Steve nos envolvió, a Viola y a mí, en un cuidado al que no estaba acostumbrada, y lo peor —o lo mejor— es que me gustó. Me gustó sentir su presencia fuerte a mi lado, saber que podía apoyarme en él sin miedo a caer. Me gustó no preocuparme por nada. Me gustó mirarlo mientras jugaba con Viola, escuchar su risa cuando la hacía girar en el aire o cuando le enseñaba algo nuevo con esa paciencia inesperada. Me gustaban sus toques “accidentales”, su cercanía, la forma en que, sin darme cuenta, empecé a buscarlo en la habitación, a seguir su voz con la mirada.

¿Me gustaba él? ¿O solo el confort que me brindaba?

Sin darme cuenta, dejé de protestar cuando el servicio de limpieza venía al apartamento, cuando llevaban la ropa a la lavandería o cuando Steve pedía la cena en restaurantes y los alimentos llegaban directamente a la puerta. Él me protegió de preocupaciones que siempre habían sido parte de mi día a día, me dio un respiro, un espacio donde no tenía que estar en guardia todo el tiempo. Me ayudó, no solo con Viola, sino también acompañándome a Marvel, brindándome su apoyo sin exigir nada a cambio, haciéndome sentir segura.

Y, sorprendentemente, la gente de Marvel admitió que todo había sido un error. La carta que me enviaron no era para mí, sino para otro solicitante. Sin dudarlo, firmaron un contrato conmigo y hasta me ofrecieron la oportunidad de trabajar desde casa.

Todo parecía un cuento de hadas. Demasiado bueno para ser verdad.

Porque, en el fondo de mi mente, el miedo no me abandonaba.

Esperaba, con un escalofrío en el pecho, el momento en que Steve dijera que ya estaba cansado. Que había jugado suficiente a ser padre y que era hora de que nos fuéramos de su vida. Que volviera a su mundo de fiestas, mujeres y libertad.

Y yo… ¿qué haría entonces? ¿Cómo volvería a la vida de antes después de haber probado todo esto?

Pensar en ello me aterrorizaba.

Así que no lo hacía. Ignoraba esos pensamientos, los alejaba cada vez que aparecían, convenciéndome de que todavía había tiempo. Que aún no tenía que enfrentar esa conversación. Que todavía podía fingir que esto, de alguna forma, podía durar.

De repente, un sonido seco rompió el silencio y mis pensamientos: un golpe en la puerta.

Mi cuerpo se tensó de inmediato, pero intenté convencerme de que no era nada. Probablemente Steve había pedido algo para la cena, como solía hacer últimamente. Agarré la taza con los restos fríos de mi café y, con una calma forzada, caminé hacia el pasillo.

Pero, a medida que me acercaba, una sensación extraña, casi sofocante, se apoderó de mí. Algo no estaba bien.

Me detuve frente a la puerta y apoyé la mano en la madera por un instante antes de mirar por la mirilla.

Y entonces, el aire pareció desaparecer de mis pulmones.

Samuel Rain.

El padre de Steve estaba ahí, de pie en el pasillo, con su presencia imponente llenando el espacio al otro lado de la puerta.

Un escalofrío me recorrió la espalda, erizándome la piel. En un solo segundo, un torrente de recuerdos explotó en mi mente, como si toda mi vida pasara ante mis ojos. Sus amenazas, sus palabras afiladas como cuchillas, la frialdad de su mirada cuando me dejó claro que no era bienvenida en el mundo de su hijo.

Mi respiración se volvió errática. Mis dedos se aferraron con más fuerza a la taza, como si el frágil objeto de cerámica pudiera anclarme a la realidad.

¿Qué demonios hacía aquí? ¿Por qué ahora?

Cada fibra de mi ser me gritaba que no abriera la puerta. Que diera un paso atrás. Que corriera.

Pero me quedé inmóvil, atrapada entre el miedo y la inevitabilidad de lo que estaba a punto de suceder.

No tuve tiempo de reaccionar. Ni un grito, ni un intento de retroceder. Nada.

La puerta se abrió de golpe con una fuerza brutal y, antes de que pudiera siquiera comprender lo que estaba ocurriendo, un empujón descarado me lanzó hacia atrás.

Tropecé, perdiendo el equilibrio, y mi espalda chocó violentamente contra la pared.

El impacto me dejó sin aliento. La taza resbaló de mis manos, estrellándose contra el suelo con un sonido hueco. El café se esparció en un charco oscuro sobre el parquet claro, salpicando mis calcetines con dibujos de Papá Noel.

Un gruñido bajo, cargado de desprecio, hizo que todo mi cuerpo se tensara.

—¿Parece que no entendiste la primera vez? —La voz de Samuel Rain era como una cuchilla deslizándose lentamente sobre mi piel.

Se inclinó sobre mí, su sombra envolviéndome, su mirada taladrando la mía con un brillo helado.

"Monstruo." La palabra estalló en mi mente como un eco lejano, como un instinto primitivo gritándome que corriera. Pero no podía moverme.

—Te lo advertí —continuó con su tono lleno de veneno—. Pero eres persistente. Has embaucado a mi hijo idiota y, ¿de verdad crees que has ganado?




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