Créeme

Capítulo 64: Es difícil decir la verdad.

Steve.

En la periferia de mi conciencia, un pensamiento se abrió paso con la contundencia de una revelación inevitable: Irene finalmente lo había entendido todo. No era ingenua. Nunca lo había sido. Desde el principio, había sospechado de mi padre. No se había engañado a sí misma como yo lo hice. Yo fui el necio que se aferró a la mentira como un náufrago a su última tabla de salvación.

Pero ahora, todas las piezas del rompecabezas encajaban en mi mente con una precisión brutal. Y llegó mi turno de confesar lo que había ocultado, incluso de mí mismo. Tal vez era lo correcto. Tal vez era lo único que podía hacer para salvarnos a ambos. Pero, ¿cómo, demonios, se lo diría?

Una vez leí que decir la verdad era más fácil que sostener una mentira para siempre. Pero en mi caso, se sentía al revés. No encontraba las palabras adecuadas y, sobre todo, temía su reacción. Temía perderla para siempre.

Me dejé caer pesadamente en la silla, separé las piernas y crucé las manos frente a mí. Me encorvé, inclinándome hacia adelante, como si el peso de mis secretos me obligara a doblegarme. Respiré hondo, intentando encontrar el tono adecuado, una forma de suavizar lo inevitable.

—Irene… —comencé, pero mi voz sonó más grave de lo que esperaba. La miré directamente, sin apartar la vista—. Soy un sinvergüenza. Un cobarde que se enamoró de una mujer fuerte y demasiado buena para él.

Los ojos de Irene chispearon con una mezcla de furia e incredulidad. Sus labios se apretaron, pero no dijo nada. Sabía que no había terminado.

—Me di cuenta de que los métodos correctos no funcionarían contigo —continué, sintiendo cómo cada palabra me costaba un pedazo de mi alma—. No podía ser honesto porque… porque habrías huido. Necesitaba tiempo para demostrarte lo que sentía, y la única forma de conseguirlo fue… —mi garganta se cerró por un instante, pero me obligué a seguir— falsificando la prueba.

El rostro de Irene se distorsionó en una mueca de puro desconcierto. Frunció el ceño, pero noté un ligero temblor en sus manos, como si su cuerpo luchara por contener la tormenta que se desataba dentro de ella.

—¡¿Eres un idiota, Steve?! ¡¿Qué demonios estás diciendo?! —gritó, con la voz cargada de furia. Su pecho subía y bajaba con rapidez, su rabia era tan tangible que parecía llenar cada rincón del salón—. ¡Tu padre me declaró la guerra! ¡Me está quitando a mi hija! ¡Me amenaza con meterme en la cárcel! ¿Y tú crees que este es el momento de confesar tus sentimientos?!

Sentí que todo el aire abandonaba mis pulmones. Me había preparado para su enojo, pero esto era mucho peor. Era como si cada palabra suya fuera un cuchillo clavándose en mi pecho.

—Dime la verdad, Steve —exigió, con una voz que ahora temblaba de rabia contenida—. ¿Por qué me mentiste?

Levanté la cabeza y la miré directamente, sintiendo que no tenía nada más que perder.

—¿Me tratarías de la misma manera si te hubiera mostrado los verdaderos resultados de la prueba de ADN? —pregunté, con una voz que apenas lograba mantener estable—. ¿Si te hubiera dicho que no había ninguna relación entre Viola y yo? ¿No habría cambiado nada?

Irene entrecerró los ojos, mirándome con incredulidad.

—¿Qué tontería es esa? ¡Yo misma te sugerí que hicieras la prueba de ADN!

—Lo sé —asentí lentamente—. Y la hice. Pero cuando vi el resultado… entendí que me dejarías. Y no quería que eso pasara.

Irene se quedó en shock. Su respiración se volvió errática y negó con la cabeza, como si su cerebro se negara a procesar mis palabras.

—¿Para qué? —su voz salió casi como un susurro—. Tú no querías vernos ni en pintura.

Me miró como si yo fuera un extraño. Como si, de repente, el hombre frente a ella fuera alguien completamente diferente.

—Eso era antes —murmuré, sintiendo que cada palabra me costaba un pedazo de mi alma—, pero después entendí que te amo.

Lo dije.

Y lo supe al instante: fue un error. Otra vez me caí en la misma trampa.

No era el momento, no eran las palabras adecuadas. La decepción en sus ojos lo confirmó.

—¿Amas? —repitió con una risa amarga—. ¿A quién, Steve? ¡Tú ni siquiera sabías que yo no era Carla!

Se giró bruscamente y me golpeó en el pecho con la palma abierta.

—¡¿Qué clase de personas sois?! —gritó, fuera de sí—. Uno me amenaza y el otro me declara su amor. ¡No vengas con esas milongas! Vi tu foto con Carla. Puede que aún la ames, pero a mí no me vas a confundir.

Sus ojos ardían con una mezcla de ira y dolor.

—Dime la verdad. ¿Sabías quién era el padre de Viola? ¿Sabías quién mató a mi hermana? Por eso lo ocultaste. ¡Respóndeme!

Todo se fue al carajo.

Me puse de pie de golpe, sintiendo su desesperación como un golpe físico.

—¿Quieres la verdad? —mi voz salió grave, temblorosa. Llena de algo que no supe si era rabia, miedo o resignación.

Ella sostuvo mi mirada con fiereza.

—Sí. ¡Quiero saber la verdad!

Exhalé con fuerza y pasé una mano por mi cabello, nervioso. Comencé a caminar de un lado a otro, intentando contener la tormenta dentro de mí.

—Entonces escucha —gruñí, girándome hacia ella de golpe—. Sí, al principio me engañaste tú. Apareciste en mi puerta llamándote Carla y mantuviste esa farsa hasta que te declaré mi amor.

Mi voz se apagó por un segundo.

—Pensé que Carla había cambiado. Que había dejado de ser la persona tóxica y cruel que siempre fue. Que, por alguna razón, la maternidad había despertado en ella un corazón capaz de amar. Pensé que era posible… Me equivoqué… Esa chica no era Carla.

—No te estoy preguntando por tus sentimientos hacia mi hermana —pronunció Irene, con más rabia aún—. Te estoy preguntando quién la mató.

—¡No me entiendes! —exclamé—. Me enamoré de ti, no de Carla, porque todo este tiempo eras tú.

Ella me golpeó en el pecho con ambas manos.

—¡Dime la verdad de una vez por todas! —gritó—. ¿Quién es el padre? ¿Quién mató a mi hermana?




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