Irene.
De repente, escuché el llanto de la niña. Un sonido agudo y desgarrador que atravesó el silencio como un cuchillo, sacándome de mi ensimismamiento. Mi cuerpo reaccionó antes de que mi mente pudiera procesarlo; las lágrimas aún rodaban por mis mejillas, pero mis piernas ya me llevaban hacia la habitación de Viola. Era como si algo primitivo dentro de mí, algo más fuerte que el dolor y la rabia, me impulsara a protegerla.
Al entrar, la encontré sentada en su cuna, con los puños apretados y el rostro enrojecido por el llanto. Sus pequeños hombros temblaban, y sus ojos, tan parecidos a los de Carla, buscaban consuelo en mí. Me acerqué y la levanté con cuidado, sintiendo su calor contra mi pecho. Su llanto se calmó un poco, pero sus sollozos aún resonaban en mi oído, mezclándose con el caos que habitaba en mi mente.
—Shhh, ya pasó, mi amor —murmuré, acunándola suavemente—. Mamá está aquí.
Pero las palabras sonaron huecas, incluso para mí. ¿Cómo podía consolarla cuando yo misma estaba rota? ¿Cómo podía prometerle seguridad cuando el mundo que la rodeaba estaba lleno de monstruos? La abracé con más fuerza, como si pudiera protegerla de todo el mal que había descubierto. Sin embargo, en el fondo, sabía que no era suficiente. Viola no solo era mi hija; era también la hija del hombre que había matado a Carla, su madre biológica y mi hermana. Y no solo eso: era la media hermana de Steve, el hombre que ahora estaba en la puerta, observándonos con una mezcla de culpa y desesperación.
—Irene… —comenzó Steve, pero lo interrumpí con una mirada fría.
—No —dije, con una voz que apenas reconocí—. No ahora.
Él asintió lentamente, retrocediendo un paso, pero no se fue. Se quedó allí, en el umbral, como un espectro que no podía alejarse ni acercarse. Yo me concentré en Viola.
La niña no se calmaba. Sus sollozos eran cada vez más intensos, y su pequeño cuerpo temblaba entre mis brazos. De repente, noté algo que me heló la sangre: su piel estaba ardiendo. El calor que emanaba de su frente era anormal, como si un fuego invisible la consumiera por dentro. El pánico se apoderó de mí, y por primera vez en mucho tiempo, me sentí completamente impotente.
—Steve —llamé, con una voz quebrada por la desesperación—. Algo no está bien. Viola está ardiendo.
Él entró en la habitación de inmediato, su rostro reflejando la misma preocupación que yo sentía. Sin decir una palabra, se acercó y colocó una mano sobre la frente de la niña. Su expresión se endureció.
—Está muy caliente —dijo, con un tono grave—. Tenemos que llevarla al hospital. Ahora.
No lo pensé dos veces. Aunque mi confianza en Steve estaba hecha añicos, en ese momento no tenía otra opción. Viola era lo más importante, y si él podía ayudarme a salvarla, lo aceptaría. Con manos temblorosas, envolví a la niña en una manta y la sostuve contra mi pecho mientras Steve corría hacia el coche.
El trayecto al hospital fue una pesadilla. Cada segundo parecía una eternidad. Viola lloraba sin parar, y su respiración se volvía cada vez más agitada. Yo no podía hacer nada más que acariciarle el pelo y susurrarle palabras de consuelo, aunque sabía que no eran suficientes. Steve conducía en silencio, pero noté cómo sus manos se aferraban al volante con fuerza, como si estuviera luchando contra su propia angustia.
Cuando finalmente llegamos a urgencias, todo sucedió muy rápido. Los médicos nos recibieron con urgencia, y en cuestión de minutos, Viola estaba siendo examinada. Yo me quedé fuera de la habitación, incapaz de contener las lágrimas. Steve se mantuvo a mi lado, pero no dije nada. No podía. Mi mente estaba demasiado ocupada imaginando lo peor.
Después de lo que pareció una eternidad, un médico salió de la habitación con una expresión seria.
—La niña tiene un problema grave —dijo, con un tono que no dejaba lugar a dudas—. Necesita una transfusión de sangre de inmediato.
Las palabras resonaron en mi cabeza como un eco. Una transfusión de sangre. Mi corazón se aceleró, y por un momento, sentí que el suelo se movía bajo mis pies.
—¿Qué… qué significa eso? —pregunté, con una voz que apenas reconocí.
El médico me miró con compasión.
—Significa que su cuerpo no está produciendo suficientes glóbulos rojos. Si no actuamos rápido, podría haber complicaciones graves. Necesitamos un donante compatible lo antes posible.
Yo quería decir que soy su madre, pero en esta situación temía que mi mentira podría ser fatal para la niña, por eso mientras dudaba, Steve dio un paso al frente antes de que yo pudiera reaccionar.
—Yo soy su medio hermano —dijo, con una firmeza que me sorprendió—. Mi sangre podría ser compatible.
El médico asintió y lo llevó rápidamente para hacerle las pruebas. Yo me quedé allí, paralizada, sintiendo cómo el peso de la situación caía sobre mis hombros. Viola, mi pequeña Viola, estaba luchando por su vida, y yo no podía hacer nada más que esperar.
Los minutos se convirtieron en horas. Finalmente, el médico regresó con noticias.
—La sangre de Steve es compatible —dijo—. Vamos a proceder con la transfusión de inmediato.
Un alivio momentáneo me invadió, pero fue seguido por una ola de emociones contradictorias. Steve, el hombre que había escondido la verdad, el hijo de un monstruo, era ahora la única esperanza de Viola. No sabía cómo sentirme al respecto. ¿Debía estar agradecida? ¿O debía sentirme aún más traicionada?
Mientras observaba cómo se llevaban a Steve para donar su sangre, me senté en una silla y dejé que las lágrimas fluyeran libremente. Viola era todo lo que me quedaba, y no podía perderla. No ahora. No después de todo lo que habíamos pasado. En este momento ya no me importaba, que era hija de un monstruo, sino era mi hija.
Una hora después, el médico se acercó a mí con una expresión más relajada.
—Parece que la transfusión está funcionando —dijo, con un tono que transmitía un alivio cauteloso—. Puede entrar a la habitación si lo desea.
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Editado: 09.03.2025