Hijo,
Si pudiera señalar el momento exacto en que dejé de ser "yo" para convertirme en "tu padre," no fue en el momento en que naciste, sino cuando volví a casa después del hospital. Me miré en el espejo del pasillo, el mismo que me había devuelto la imagen del joven con sueños egoístas y planes propios, y vi un extraño.
Esa persona, con la que compartí nombre y rostro durante años, había desaparecido. Su lugar lo ocupaba alguien nuevo, alguien que, de repente, cargaba con la responsabilidad más sagrada y aterradora del universo: Tú.
El miedo que sentí no era a fallarte en las cosas grandes, sino en las pequeñas. ¿Qué hacer cuando llorabas sin que yo pudiera descifrar la razón? ¿Por qué lo hacías? Cada llanto, cada mirada silenciosa, se convertía en un tribunal interno. Cuando me miras, hijo, mi cerebro solo puede preguntar: "¿Estaré siendo el mejor padre? ¿Crees que lo estoy haciendo bien?" Mi mayor terror no es el error que cometo hoy, sino el miedo a no estar para ti cuando realmente me necesites mañana.
Esos miedos minúsculos se multiplicaban por cien, convirtiéndose en una pared de inseguridad que, sin querer, levanté a tu alrededor.
Esa pared, hijo, es la sobreprotección.
Te pido perdón por cada vez que intenté guiar tu paso cuando solo querías gatear. Cada "no vayas por ahí" o "ten cuidado" no era un mandato, sino un grito silencioso de mi propio pánico a que algo te pasara.
La verdad es que mi instinto me obliga a envolverte en algodón, a protegerte de cada raspón y decepción. Pero, al mismo tiempo, sé que mi amor debe dejarte espacio para que seas y vivas, para que tú aprendas a ser a través de tus propios errores. Este es el debate interno constante de mi paternidad: la lucha entre el deseo de cuidarte y la obligación de dejarte volar.
Ahora entiendo que el gran miedo de los padres es fracasar en la misión de entregarte al mundo como una persona feliz y fuerte. Mi gran inseguridad es mi propio miedo a fallarte.
Por eso, quiero que sepas que cada vez que a veces te abrazo demasiado fuerte, o me interpongo en tu camino, no es por ti. Es por mí. Es la armadura del padre inseguro que lucha por dejar de ser el controlador y convertirse, simplemente, en tu faro.