Hijo,
Si las Secciones anteriores hablaban de mis luchas internas, esta habla de mi rendición ante ti y ante el tiempo.
Los padres tenemos la necesidad neurótica de que el mundo permanezca quieto. Nos aferramos a la fantasía de que, si te protegemos de todo, siempre serás ese "pequeño" al que podemos resolverle la vida con un abrazo o un consejo. Es el último acto de amor controlador: la ilusión de que siempre vamos a entender todo lo que te pasa.
Pero la vida es más honesta. Y la vida, a través de ti, me ha dicho que esa fantasía es una pared de cristal que debo derribar.
Mi generación, mi forma de ver el mundo, mi miedo a lo desconocido... todo eso es una burbuja que tú inevitablemente vas a pinchar. Hay modas, tecnologías, pensamientos y caminos que yo no entiendo, y que, francamente, me asustan. No porque crea que son malos, sino porque no los domino. Y lo que no domino, no puedo proteger.
Mi mayor rendición ha sido admitir que no puedo entenderlo todo para protegerte de todo.
Me aterra que cometas un error que yo no preví, que te duela algo que yo ni siquiera sé que existe. Pero la verdadera madurez como padre no es saber las respuestas, sino saber darte las herramientas para que tú las encuentres. Es difícil, hijo, dejarte enfrentar la vida cuando tienes herramientas que yo no te di y que tú encontraste solo.
El amor controlador quiere detener el reloj. El amor honesto acepta la verdad más bella y difícil: ya no eres mi pequeño. Estás creciendo para convertirte en un hombre real, con tu propia identidad, tus propios errores y tus propias victorias, en un mundo que yo solo veo desde la barrera.
Y mi rendición es esta: dejo de intentar ser tu controlador para simplemente ser tu testigo más orgulloso. El cristal se ha roto, y solo queda la verdad de que, al final, eres tu propia persona. Y mi fe en esa persona es absoluta.