Crimen Escarlata

2. No es mi trabajo juzgar

SÁBADO 25 DE OCTUBRE. 00:36 hrs.

Me refregué las manos con fuerza mientras el agua de la ducha corrió por mi cuerpo, en un intento por borrar los rastros de sangre que aun quedaban en mi piel.

Exhalé un largo suspiro, dejando que el agua caliente cayera sobre mi cabeza y se deslizara por mi espalda, como si estuviera arrastrando el peso de lo ocurrido durante la escena del crimen.

Cuando los emisarios se retiraron del lugar, Dante me llevó directo a casa y prácticamente me obligó a ducharme. Apenas llegué, ni siquiera intenté salvar la ropa, la tiré sin dudar a la basura.

Levanté el rostro para mojarlo y que el calor del agua resbalara por mi mejillas. Fue un vano intento de relajarme e intentar apagar los pensamientos que abordaban mi cabeza.

Pero no tuve éxito. No pude evitar volver a preguntarme lo que ya había cuestionado varias veces: ¿por qué le costaba tanto a Dante entender mis acciones?

Para mi, la vida de una persona era algo que merecía ser protegido, sin importar el color de su sangre.

Desde que era pequeña, se nos enseñó que todas las personas al nacer tenían sangre de color blanca: un símbolo de la pureza de nuestras almas. Con el paso de años, si alguien cometía un pecado esa pureza comenzaba a desaparecer y la sangre se iba tiñendo. De a poco hasta acercarse al rosa para luego pasar al rojo.

En otras palabras, cada error, cada mala decisión, quedaba marcado en nuestra sangre y en nuestras almas.

Como detective, había visto muchos tonos en mi trabajo. Algunos apenas rosados, otros intensamente rojos, pero nunca, jamás, había vislumbrado un escarlata tan profundo y oscuro como el de esta noche.

Sabía bien porque todos me habían mirado extraño y hasta espantados. Estaba claro que la victima había cometido atrocidades que no me atreví ni a imaginar. Sin embargo, no era mi deber juzgar a las personas, esa era la maldita tarea de los emisarios. Ellos eran quienes decidían el destino de nuestras almas al morir, y su decisión se basaba estrictamente en el color de nuestra sangre.

Pero no por ello, debía hacer vista gorda de una victima. ¿Por qué esperaban que yo lo dejara morir? ¿Cómo podía saber que fue lo que lo llevó a realizar esos pecados? ¿Quién soy yo para negar una segunda oportunidad a otra persona solo por el color de su sangre?

Negué con la cabeza, frustrada. Pese a mis buenas intenciones, tampoco había podido salvarlo.

Hubiera pensando que eso me traería un sabor amargo a mi consciencia, pero que lo que tenia en estos momentos clavado en mi memoria era su rostro. Pero sobre todo, su mirada, una mirada que comenzó a atormentarme.

Salí de la ducha más tensa de lo que quería y apenas alcancé a tomar la toalla cuando mi celular vibró sobre el lavamanos.

—Detective Hart al habla —respondí, esforzándome por sonar firme, aunque el cansancio se me atoró en la garganta—. Entendido, señor. Voy para allá.

Suspiré al cortar y le envié un mensaje a Dante mientras me vestí con rapidez.

Mi noche aún no había terminado.




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