Crimen Escarlata

5. ¿Tomé la decisión correcta?

LUNES 27 DE OCTUBRE-. 19:46 hrs.

—Ha pasado tiempo sin vernos, hija mía.

—Hola, padre Phillips —sonreí con cariño para después envolverlo en un fuerte y cálido abrazo.

El calor de su cuerpo así como su presencia me trajo algo de paz, una sensación reconfortante en medio del caos que parecía habitar mi cabeza.

—¿Qué te trae por la casa del Señor?

—¿Además del hecho de venir a verte? —bromeé.

El sacerdote, con su usual barba blanca bien cuidada y el sinfín de arrugas que adornaba su rostro, bufó y negó con la cabeza, divertido.

—Si no fuera porque te conozco... Se que con tu ocupada agenda de trabajo y las particulares veces que vienes sin avisar, diría que necesitas algo.

No alcancé a hablar y su mirada ya me estaba recorriendo de arriba para abajo. Dudé que pasara por alto las ojeras que tenía marcadas en el rostro, a él nunca se le iba ningún detalle.

—¿O quieres hablar? —preguntó tras estudiarme.

Suspiré, derrotada.

—No se te escapa nada, viejo zorro. Se supone que la detective soy yo.

El padre Phillips sonrió con gentileza.

—Bueno, de alguien tuviste que aprender tu talento ¿no crees? —me tomó del hombro con cariño—.Ven, vamos a conversar. ¿No querrás un café por casualidad?

Asentí con una sonrisa cansada y lo seguí hasta la pequeña casa que estaba a un costado de la iglesia. Caminamos en silencio cómodo, de esos que no exigen explicaciones ni justificaciones.

Una vez dentro, el usual olor a café y libros me dio la bienvenida. Hacía tiempo que no venía a la casa del padre Philipps, en el último tiempo nos encontrábamos para almorzar, en la iglesia o en los eventos del orfanato.

No me había dado cuenta, pero una parte de mi extrañaba lo familiar y acogida que me sentía en el pequeño hogar que tenía el sacerdote. Fue muchas veces mi lugar para esconderme, aprender y sobre todo el espacio donde siempre encontré unos brazos listos para cuidarme cuando más lo necesité.

Tomé asiento en la humilde silla de madera que acompañaba una pequeña mesa de comedor. El padre Philipps me entregó una taza de café y se sentó frente a mí.

—¿Alguna novedad que me haya perdido? —me preguntó cuando terminé el primer sorbo del, como siempre, delicioso café.

Acaricié el cálido recipiente entre mis manos antes de responder.

—Puede que necesite un poco de tu ayuda.

—Lo asumí, hija. ¿Cómo te ayudo?

Inspiré hondo antes de soltarlo.

—¿Es posible que me puedas volver a dar de tus pociones para dormir?

Él frunció el ceño. Me observó con detenimiento, evaluando cada una de mis facciones y la tensión en mi postura. Hace años que había logrado dejar la medicina que me daba y él lo sabía. Fue un proceso lento, ya que generé cierta dependencia.

—¿Pesadillas? —consultó con delicadeza.

Asentí.

—¿Hace cuánto?

—Un par de días, más o menos.

—Kiera...

—Lo sé, lo sé —me adelanté, sintiendo su preocupación antes de que la expresara—. Tal vez debí haber venido apenas comenzaron, pero esta vez es distinto. No son las mismas de antes... Habíamos logrado que no las tuviera, de dejar de tomar la poción, pero... No entiendo porque ahora tengo estas pesadillas, yo solo quise.. —mi voz se quebró.

El padre Phillips se inclinó y tomó mis manos entre las suyas con delicadeza.

—¿Qué ocurrió?

Las palabras se atoraron en mi garganta. Intenté ordenar mis ideas en mi cabeza, tratando de encontrar la forma de explicarle lo que me pasó sin violar la orden que había recibido.

"Está prohibido que hables del cuerpo poseído", me había impuesto mi capitán.

—Yo solo quise salvar una vida... Tuvimos un caso de asesinato y encontré a la víctima desangrándose. Solo quise ayudar, pero no lo logré. Y ahora esos ojos, sus ojos me persiguen y la sangre... — aparté las manos del padre Philipps y me sujeté la cabeza, mientras un escalofrío me recorrió el cuerpo—. Oh, padre, si hubieras visto esa sangre...

Lo miré con desesperación, y con la culpa batiéndose en mi interior como una tormenta.

—¿Obré mal? ¿Acaso no debí haber intentado salvar a aquel hombre con solo ver el color de su sangre?

No pude decirle que no era un hombre, sino un demonio a quién traté de salvar.

Pero no podía decirle la verdad. No quería meter en problemas a una de las únicas personas que consideraba mi familia, aun cuando me doliera enormemente el hecho de mentirle.Pese a eso, necesitaba de su consuelo, una respuesta algo que me hiciera sentir mejor.

El padre Phillips me sujetó de los hombros con firmeza.

—No has hecho nada malo, Kiera ¿te queda claro? Nada malo.

Sus palabras, cargadas de certeza, rompieron algo dentro de mí. Y como si él lo supiera me envolvió en un abrazo fuerte y protector.

—Tu misericordia es una bendición en este mundo. La mayoría de las personas hubieran dejado a esa pobre alma perecer sola, pero tú decidiste actuar. No te culpes por algo que estaba fuera de tus manos. Quédate con el hecho de que lo intentaste —me susurró.

Mi cuerpo se aflojó contra él y me envolvió el tenue olor a incienso impregnando en su sotana, como si su fe misma me estuviera acogiendo.

Y entonces, el miedo, la pena, todo lo que me había contenido desde aquella noche se deslizó por mis mejillas en silenciosas lágrimas. Pues era primera vez, en todos mis años como detective, que un caso me afectaba de esta manera.

El padre Phillips acarició mi cabello con ternura.

—Te daré las hierbas para que puedas descansar, ¿te parece? Pero no dejes que nadie cuestione tus decisiones, y menos tu misma. No dejes de ser quién eres por miedo a lo que los demás te digan. Has obrado bien, hija y estoy orgulloso de ti.

Se separó apenas lo suficiente para sostener mi rostro entre sus manos y limpió mis lágrimas con los pulgares.

—Todo estará bien. No necesitas hacerte la fuerte frente a mí, puedes llorar sin que nadie te vea.




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