Bob Foster miraba impaciente el reloj de la cocina del café Paramo que marcaba las once de la noche. Ya era hora de cerrar y uno de sus repartidores no había regresado tras ir a llevar unos cafés y tortas a unas universitarias. No era muy común que uno de sus trabajadores más responsables se hubiese fugado. Decidió entonces cerrar la tienda y esperar a que regresara mañana temprano a trabajar. Le descontaría el sueldo por irse sin avisar del trabajo y le daría un sermón largo sobre la responsabilidad y el deber.
Bob apagó las luces y cerró las puertas del local. Fue hacia el estacionamiento trasero. Subió a su camioneta Ford F -150, introdujo la llave en el volante y justo al girarla sintió un fuerte golpe en la ventana trasera izquierda. Lo asusto a tal punto de pegar un fuerte grito de sorpresa y miedo. Se bajó del vehículo rápidamente y vio con horror a un hombre con la piel llena de heridas profundas y el rostro bañado en sangre. Bob se quedó inmóvil al detallar el nombre y el tipo de camisa de aquel sujeto pues de trataba de su repartidor Carlos Oliveira quien se desplomaba poco a poco al suelo, pintando de rojo la pared del vehículo. Bob presa de pánico y los nervios lo levantó del suelo abriendo la puerta trasera del vehículo, lo introdujo dentro para llevarlo a un hospital. Cuando se dispuso nuevamente a arrancar vio por el parabrisas del mismo a una mujer de vestido negro con cara pálida, dientes filosos como de tiburón y ojos amarillos intensos que le sonreía desapareciendo minutos después en la oscuridad de un callejón.
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Editado: 01.06.2020