Cronica de las fronteras grises, libro 2: Luna

2-infancia.

La mente tiene sus filtros; eso es lo que he oído: elige sabiamente aquellos recuerdos que le sirven al hombre o ser de sueños y elimina los malos momentos.

Pero la mente no puede protegernos para siempre de la verdad de las cosas.

Gato-Café solo recordaba, al inicio, las tardes soleadas y brillantes cuando chapoteaba en los charcos dejados por la lluvia en el barrio de la Media Luna, con hambre en el estómago y alegría en la frente, vestido pobremente e ignorando las miradas compasivas que los otros gatos le dirigían por ser un hijo bastardo (aunque nadie sabía de quién).

Para que, con un temblor en su cara y un ardor terrible en todas las cicatrices de su cuerpo, recordara el desprecio de todas y cada una de las criaturas del barrio de la Media Luna: un montón de recuerdos rojos y descarnados, pasando borrosos y monstruosamente deformados frente a sus ojos, encimados uno detrás de otro, como una tormenta de odio.

Una pausa; sé que esto es un poco pesado.

En el tiempo en que Gato nació, el barrio de la Media Luna no era como es hoy: estaba lleno de construcciones hechas todas de granito, altas como árboles y macizas como montañas. El barrio de la Media Luna tenía cuatro largas avenidas alineadas de norte a sur, atravesadas por amplias calles de este a oeste (nada que ver con el horrible laberinto que es hoy). En el centro de este pequeño reino estaba el monumento al León de Bronce, fundador —dicen las leyendas— junto a la Bruja Serpiente del barrio de la Media Luna, aunque esto último casi nadie lo sabía.

Tan importante fue ese primer León que su nombre se convirtió en el título con el que conocían al gobernante de la Media Luna. No importaba entonces el nombre real del gobernante en turno; siempre se le añadía “León de Bronce” al final.

Este monumento mostraba a un león con enorme melena, apuntando con su dedo índice hacia el oeste, vestido como un guerrero muy antiguo. Se veía imponente en todos sus detalles, pero solo los viejos sabían quién era. León Herido, su descendiente, León de Bronce en ese tiempo, solo se dedicaba a ver pasar los días en el balcón de su enorme mansión, recordando los días de gloria de su ilustre antepasado.

—Cuando mi antepasado vivía —era lo que decía el gobernante de la Media Luna—, podía partir una montaña de un solo golpe de su garra.

Fuera cierto o no, todos aquellos que escuchaban a León Herido decir este tipo de cosas lo tomaban como si se tratara de un loco, a pesar de ser el gobernante, y nadie se tomaba el tiempo de entender el peso de su herencia.

En el barrio de la Media Luna, la casa de mayor antigüedad era aquella donde León Herido vivía, llamada por todos como la Casa del León. Era majestuosa y amplia, colindaba con la catedral de la Flama Eterna en el norte del barrio, y desde la cual León Herido podía ver todo su pequeño reino al sentarse en su viejo trono de madera en el balcón de su hogar.

León Herido era muy parecido a su antepasado, por lo menos de cara. Tenía un gesto serio y adusto con un brillo dulce en los ojos; sus labios gruesos, de donde asomaba un largo y afilado colmillo, indicaban que era capaz de decir palabras severas y crueles si era necesario. Pero esto solo se quedaba en el aspecto. El León Herido que representaba apenas 40 años humanos no se mostraba capaz de decidir nada por iniciativa propia.

Gato-Café, con apenas doce años y siendo muy inocente para su edad, creía que el orden natural de las cosas era que él tenía que servir. Así vivía feliz, pues diariamente cumplía con su propósito, como el último de los sirvientes de la Casa del León.

Pero había noches en las que, viendo a Madre Luna dentro de la enorme y vacía mansión —temible para un niño—, se preguntaba si su madre aún vivía. Solo conservaba la foto de una joven gata blanca, hermosa y congelada borrosamente en el papel, la cual le decían que era su madre. Gato-Café, creyéndose huérfano, lloraba por los padres que nunca conoció.

Así transcurrió la infancia de Gato-Café, llena de detalles retorcidos, al punto de que todas aquellas heridas en su rostro fueron causadas por su obediencia. Al ser el último sirviente, a nadie le importaba su educación ni su salud.

Sin embargo, cuando Gato había cumplido 15 años, mientras leía en la enorme biblioteca de la mansión —su lugar favorito de la casa, que le causaba menos miedo de noche—, había aprendido a leer desde muy pequeño escuchando las lecciones que los tutores impartían a los hijos de los felinos nobles.

Gato escuchó a cierto tigre amarillo conspirar, a pesar de su juventud —sería apenas dos años mayor que Gato—, para derrocar a León Herido, pues, según el tigre, este no le había dado nada al barrio de la Media Luna, ni siquiera un príncipe.

Gato pensó en dar aviso de inmediato a su señor, y eso hizo. Fiel a sus principios por naturaleza, supo que debía defender a su señor de cualquier amenaza.

Fue entonces donde, hincado frente a él, le contó lo que había visto y oído. León Herido, medio enloquecido y presionado por los padres del tigre blanco —que eran también sus consejeros—, vio en Gato-Café una amenaza y lo desterró de su mansión porque se había atrevido a dirigirle la palabra.

Los principios y creencias de Gato se confundieron durante mucho tiempo después de ese día. Lastimado por haber obtenido un mal al querer hacer un bien, dejó la Casa del León con odio en el alma, olvidándose de la felicidad de su infancia.



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En el texto hay: gato, batallas, magia

Editado: 13.10.2025

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