¿Se puede negar la sangre? ¿Puedes intentar no ver los detalles que te delatan como hijo de tus padres? Los ojos limpios de una madre esperanzada, las manos fuertes de un abuelo trabajador, la nariz chata de un padre severo y profundo… ¿puedes pretender, cada vez que te miras en el espejo, que eso no existe en tu cuerpo, en tu espíritu? La voz profunda y antigua de cada uno de tus antepasados.
Gato-Café comía un ratón condimentado en salsa en el interior de la tienda de la Bruja-Serpiente, aún tratando de entender cómo habían entrado allí. No había puerta ni ventana alguna, solo un gran telón que disimulaba el hogar de la Bruja-Serpiente detrás del palco donde ella se paraba cada día a vender sus artesanías: hechizos, embrujos, pócimas, y más.
Cuando la Bruja entró, encontró a Gato agazapado frente a una cabeza de lagarto disecada. En la tienda había toda clase de cabezas de reptiles colgadas con ganchos de la manta que le servía de casa. La Bruja guardaba sus mercancías en unas doce cajas grandes y cuadradas, que a su vez le servían de cama. En el centro, había una pequeña mesa redonda que parecía no haber sido usada en meses.
—No te va a atacar, está muerto —le dijo la Bruja al gato, que miraba fijamente los ojos de aquel animal congelado en un instante.
—Lo sé —contestó él—, pero sus ojos… parecen vivos.
—Lo están —dijo la Bruja, acercándose—, pero no en el sentido que tú crees.
Tomando la cabeza hueca por dentro, que se podía usar como máscara, se la puso a Gato-Café y le dijo:
—Ahora, mira a través de sus ojos.
Gato-Café vio cómo casi todos los colores desaparecían, quedando solo rojo, verde y ámbar. Alrededor de sus garras y su cuerpo, pudo observar una esfera en la que se mezclaban esos colores. Al mirar a la Bruja, la vio dentro de una esfera que brillaba intensamente en color verde.
—Este lagarto podía ver el aura y la fuerza vital de los seres, pero falleció y conservé su cabeza —dijo ella, aunque en realidad lo había matado; cada quien cuenta las cosas a su manera—.
Después de decir esto, le quitó la máscara. Gato pensó:
—¡Esto es aterrador! Mejor me largo antes de que esta bruja me haga su esclavo o me coma.
—Bueno —dijo Gato fingiendo sonreír—. No quiero ser descortés, pero ya bebí, ya comí, ya no sé qué hago aquí. Con permiso.
Se dio la vuelta para saltar fuera de la tienda, pero fue jalado de regreso y colocado en una silla sin entender cómo había pasado.
La Bruja lo miraba de frente; sus ojos eran más profundos y aterradores que cualquier cosa que él hubiera visto. Sintió una intensa soledad, como estar rodeado de desierto o de agua, una inmensidad incomprensible. La Bruja se acercó a su cara; Gato-Café, por instinto, se hizo hacia atrás, solo para toparse con el respaldo de la silla que evitó que se alejara.
—¿Sabes, pequeño gato, quién eres? —preguntó la Bruja casi en un susurro.
Gato estaba ya muy asustado.
—Soy Gato-Café, ya te lo dije —respondió, tratando de acomodarse en la silla.
—Sí, pero no es lo único que eres. Mira, pequeño, yo conocí a tus padres; hay cosas que ellos querrían que tuvieras.
Al decir esto, la Bruja se alejó de Gato y buscó algo entre sus cajas, diciendo:
—Tu madre era muy hermosa. Tus ojos tienen el mismo brillo que los de ella. Pudo llegar a ser una gran bruja, tal vez la primera nacida en Fronteras, pero…
Guardó silencio mientras se levantaba y apretaba algo en su escamosa mano verde.
—¡¿Pero qué?! —preguntó el felino, impaciente, pues era la primera vez que alguien que conociera a sus padres le hablaba de ellos—.
—Tu madre me pidió que te diera esto —respondió la Bruja, mostrando un bello anillo de metal blanco con doce estrellas grabadas.
El gato avanzó hacia la joya y estiró su pata con ganas de tomarla, pero una fuerte descarga lo obligó a apartarla; el anillo no le permitió tocarlo.
—¿Qué sucede? —preguntó el gato, enfadado—. ¿No dijiste que mi madre había dejado esta cosa?
—El anillo posee la voluntad de tu madre. Tal vez aún no eres digno de ponértelo —dijo la Bruja, cerrando su larga mano.
Ante la cara de incredulidad del felino, la Bruja sacó un pedazo de tiza roja y dibujó un extraño símbolo alrededor de la mesa en el centro de la habitación.
—Pon la pata aquí y veremos cuál es la voluntad de tu madre realmente.
Gato-Café avanzó molesto y puso la pata donde le indicaba la Bruja. La mesa comenzó a brillar poco a poco y el piso tembló. Mientras tanto, el anillo flotaba frente a los ojos del gato, que sintió un extraño calor en el pecho, nunca antes sentido. Llevado por el instinto, estiró la pata libre hacia el anillo y dijo:
—¿Mamá?
Apenas lo tocó, el anillo lanzó un destello que cegó al felino y salió disparado como si un cañón lo hubiera lanzado, atravesando las cortinas que servían de puerta a la Bruja.
—¿Qué fue eso? —preguntó el gato, todavía deslumbrado.
La Bruja, mientras buscaba entre sus baúles, respondió:
—Nadie puede negarte tu herencia, pero esta herencia, en especial, necesita que te la ganes.
Sacó de pronto una extraña pulsera de cuero:
—Esto lo dejó tu padre —dijo, colocándosela en la muñeca izquierda—. Sentirás un jalón cuando el anillo esté cerca.
Abrazando al gato, le dijo por último:
—Que tengas suerte.
Gato-Café se quedó quieto, tranquilo, y con desdén dijo:
—Yo no voy por esa cosa. Me quedo aquí.
Se quitó la pulsera y se dio la media vuelta.
—¡Ah, claro! ¡Vete! —exclamó la Bruja, recogiendo la pulsera—. Dale la espalda a tu destino, ¡regresas al Barrio de la Media Luna!, un lugar donde no tienes hogar ni amigos. Dime: ¿ya olvidaste los ojos de desprecio de los otros gatos?
Gato-Café se quedó quieto. Le desconcertó que la Bruja supiera tanto de lo que él pensaba. (La Bruja se permitió ver en el alma del felino, rompiendo los juramentos éticos de la hermandad de brujas; no es que los respetara mucho antes).